Entregan Premio Nacional de Literatura a Diógenes Valdez

Entregan Premio Nacional de Literatura a Diógenes Valdez

POR FERNANDO QUIROZ
Jubiloso, emocionado, agradecido y estremecido por los aplausos, el narrador, ensayista y periodista sancristobalense Diógenes Valdez recibió anoche el Premio Nacional de Literatura que otorgan la Secretaría de Estado de Cultura y la Fundación Corripio a la producción de toda una vida de un escritor dominicano.

Para otorgar este premio, dotado de un diploma y RD$500,000, a cargo de la Fundación Corripio, se consideró que Valdez tiene una producción literaria sobresaliente, intensa y extensa. 

“Diógenes Valdez asume hoy el lauro de la consagración, poco más de treinta años después de que comenzara a forjar sus caminos literarios que desde un principio estuvieron respaldados por el reconocimiento crítico”, dijo el secretario de Cultura, José Rafael Lantigua, quien encabezó el acto junto al empresario José Luis Corripio.

El Premio Nacional de Literatura es el más alto galardón que se otorga cada año a un escritor en el país, en cumplimiento del decreto 1053-00.

El escritor fue elegido a unanimidad por el jurado integrado por rectores de universidades, el secretario de Cultura y un representante de la Fundación Corripio.

A la actividad, en la Sala Principal del Teatro Nacional, asistieron decenas de personas ligadas a la literatura y a la cultura. Las palabras de bienvenida fueron pronunciadas por el director ejecutivo de la Fundación Corripio, Jacinto Gimbenard.

Valdez pidió, al agradecer el premio, que en beneficio de la juventud se abran espacios en los periódicos con la reaparición de los suplementos en los que las nuevas generaciones puedan publicar sus recreaciones. Fue ampliamente aplaudido, principalmente por una comisión de San Cristóbal que lo apoyó.

La ceremonia se desarrolló de 8:40 a 10:05 de la noche. El escritor León David leyó la semblanza del premiado, su amigo de lustros.

Gimbenard valoró que el galardonado constituye un singular ejemplo de sensibilidad, talento y laboriosidad, a lo cual se añade la peregrina e inusual virtud de la humildad, que lo mantiene lejos de los círculos luminosos de los reflectores sociales.

Mientras que el secretario de Cultura definió a Valdez como un hombre de provincia, cercano al mundo literario capitalino que supo prontamente conquistar el aprecio de lectores.

Lantigua anunció que Cultura, a través de su división de Talleres Literarios, y sus regionales, dará a conocer la obra de Valdez en todas las provincias del país por medio de giras, así como en Chile, Uruguay, Buenos Aires, Boston y Nueva York. Estos trabajos serán iniciados en marzo próximo y a partir de mayo los extenderán al extranjero. Otros de las diligencias que encamina Cultura es la traducción al italiano de obras de Valdez.

Lantigua dijo que desde su inicio, el talento como narrador de Valdez fue resaltado por Manuel Rueda, Enriquillo Sánchez y León David, entre otros literatos.

La producción de Valdez fue considera por funcionario como una obra madura y sostenida de la literatura nacional, llamada a ser guía de las generaciones venideras.

El secretario de Cultura resaltó la manera sostenida y pulcra conque la Fundación Corripio ha mantenido la entrega del premio. Recordó al empresario Manuel Corripio García, fallecido recientemente, en quien vio un gran propulsor de esta premiación.

En la primera parte del acto el auditorio disfrutó del cuarteto Ars Nova, que interpretó de Wolfgang Amadeus Mozart el Divertimento 3, con los movimientos Allegro, Andante y Presto. En tanto, de Francois Bahuaud, interpretó Serenata en Sol mayor.

Al acto asistió, además del presidente y director ejecutivo de la Fundación Corripio, la vicepresidenta, Ana María Alonso de Corripio; la secretaria, Lucía Corripio de González. También, los asesores Jorge Tena Reyes y José Alcántara Almánzar; la administradora, Pilar Albiac, y los vocales Manuel Corripio, José Alfredo Corripio, Ana Corripio de Barceló y Julio César Castaños Guzmán.

Con la obtención del premio, Valdez se une al selecto grupo de autores galardonados que integran Juan Bosch, Joaquín Balaguer, Manuel del Cabral, Pedro Mir, Manuel Rueda, Antonio Fernández Spéncer, Marcio Veloz Maggiolo, Virgilio Díaz Grullón, Lupo Hernández Rueda, Mariano Lebrón Saviñón, Víctor Villegas, Carlos Esteban Deive, Hilma Contreras, Franklyn Domínguez y Andrés L. Mateo.

VIDA Y OBRA

Diógenes Valdez nació en San Cristóbal el 29 de mayo de 1941. Su libro, el Silencio del Caracol obtuvo en el año 1978 el Premio Nacional de Literatura José Ramón López. En 1982 ganó el Premio Nacional de Cuentos con su obra Todo puede suceder un día. Su novela Los tiempos revocables conquistó el premio Siboney correspondiente al año 1983. Pinacoteca de un burgués le hace merecedor nuevamente del Premio Nacional de Cuentos en 1992. Valdez fue director de la biblioteca República Dominicana durante el período 2001-2004.

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PALABRAS DE JACINTO GIMBERNARD

A fuer de Director de la Fundación Corripio me corresponde, nuevamente, el honor de dar inicio al solemne acto de entrega del Premio Nacional de Literatura, que realizarán el Señor Secretario de Estado de Cultura José Rafael Lantigua y el Presidente de la Fundación Corripio, José Luis Corripio Estrada. El galardonado de este año, Diógenes Valdez, elegido a unanimidad por los honorables rectores de prestigiosas y respetadas Universidades Nacionales, constituye un singular ejemplo de sensibilidad, talento y laboriosidad, a lo cual se añade la peregrina e inusual virtud de la humildad, que lo mantiene lejos de los círculos luminosos de los reflectores sociales y de la enervante búsqueda de reconocimiento y notoriedad mediante la imposición de una presencia física.

Su presencia está en una producción literaria sobresaliente, intensa y extensa que, además de una vertiente periodística importante, presenta una rica narrativa, ya impresa en libros que van desde El Silencio del Caracol (1978) hasta el recientemente publicado Sexteto de Fort Liberté, seis novelas realizadas sobre el célebre poema Yelidá de Tomás Hernández Franco.

La vivacidad, fuerza y encanto de estos seis libros recuerdan la riqueza expansiva de las enredaderas tropicales, por la imaginación que les da forma con esa naturalidad de crecimiento que presentan las plantas de nuestro trópico, en un proceso imperceptible e indetenible de expansión.

Nada de los misterios que nos rodean, y a menudo nos angustian, escapa a la sensibilidad de Valdez: ni la vida, ni la muerte, ni lo que sucede entre los dos supremos misterios.

Leyendo El Silencio del Caracol uno encuentra la casi obsesiva presencia de la muerte. Los personajes de los cuentos El Enigma, Otra Vez Schumann, Cita con Ariadne como otros, nos presentan la muerte clara, aplastante. Otras veces, como en Paradoja Numero Uno, la muerte se presenta diferente, es cesación, detención, cambio de plano, ingreso a otro nivel del cual tampoco sabemos nada.

Cicerón escribía que toda vida filosófica es una “comementatio mortis” y veinte siglos después el filósofo hispano-norteamericano George Santayana, un madrileño absorbido por los Estados Unidos, fallecido en 1952, escribió que ”una buena manera de probar el calibre de una filosofía es preguntar acerca de la muerte”.

Entiendo que Valdez no sólo se pregunta acerca de esta tiniebla final, sino que su vasta producción se interna en el hoy, en el aquí y ahora, que tanto ha aconsejado la sabiduría antigua y que, por desgracia, no cala suficientemente en la humanidad, negada a ver adecuadamente el presente, aún sabiendo que es la base, el fundamento del futuro.

El hoy es una consecuencia de ayeres y el mañana es una consecuencia de los hoy, del presente, que a lo mejor manejamos en la ignorancia de cuanto han influido el pasado y los pasados en nuestras actitudes y acciones de cada día.

Valdez juega con lo real y lo irreal.

Pero cabe preguntarse ¿Qué es la realidad?

No parece posible enterarse, aunque, como ha dicho nuestro galardonado (cito): la realidad es mas rica, poderosa y sorprendente que la fantasía (fin de cita). Sucede que es un atisbo de posibilidades reales lo que nos acecha desde los más profundos laberintos del cerebro, todavía enigmático y sorprendente.

Para poder adentrarse como vivos curiosos en la lúcida literatura de Diógenes Valdez, hay, necesariamente, que internarse en el conflicto del término psicología, que literalmente designa la ciencia del alma.

Valdez nos pone frente a los criterios del alma. Reciba nuestra calurosa felicitación por tan loable empeño del cual, esperamos, nunca pueda zafarse.

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PALABRAS DE AGRADECIMIENTO DE DIÓGENES VALDEZ

La Fundación Corripio, al galardonar a los escritores dominicanos por la obra de toda una vida, no ha hecho más que recuperar, en su más hermosa tradición, el reconocimiento a un espíritu creador, por medio de un lauro que concite el fervor de las mayorías. Bastaría recordar, que las grandes tragedias griegas de Esquilo y Sófocles, que todavía admira la humanidad desde hace más de dos mil años, fueron creadas con motivo de un certamen, en el que la Polis premiaba la obra más bella y aplaudida.

No puedo negar que desde el momento en que se me anunció el veredicto del jurado seleccionador, por mi mente pasó la más variada gama de sentimientos, pero decidí presentarme ante ustedes de la manera más humilde, con el alma limpia, como si compareciera ante el Juicio Final, deseando que todos los que están presentes en este indiscutible templo del arte, que es el Teatro Nacional, vean en mi al ser humano que siempre he sido, y no al escritor premiado con el más alto galardón que se concede en nuestro país.

En esta noche, verdaderamente importante para mí, hago presencia ante tan selecta concurrencia, con una rosa en la mano, blanca como la del poema de José Martí, porque su aroma tiene propiedades sedantes, ya que es una que florece solamente en los jardines del alma.

Con la sinceridad que siempre me ha caracterizado, en este momento supremo quiero decir, que no me considero vencedor de nada, ni de nadie, más bien soy un escritor que ha sido reconocido en base a la constancia y dedicación hacia el trabajo que realiza. Si alguna vez pude considerarme un “vencedor”, fue cuando se premiaron las figuras de Juan Bosch y Joaquín Balaguer, pero igual sentimiento de júbilo se apoderó de mí cuando se anunciaron los nombres de Manuel del Cabral, Pedro Mir, Virgilio Díaz Grullón, Antonio Fernández Spencer, y Manuel Rueda, porque estaba consciente de que en aquellas otras ocasiones se le estaba haciendo justicia a un intelectual dominicano.

Premeditadamente he hecho un alto en esta enunciación de nombres emblemáticos dentro de la literatura dominicana, y porqué no, de la literatura internacional, porque algunos de ellos, como Juan Bosch, Manuel del Cabral y Manuel Rueda, lograron que sus obras pudieran trascender más allá de nuestras fronteras.

Se notará que ninguno de los escritores mencionados se encuentra entre nosotros. Todos ellos estuvieron alguna vez en este podio, con la excepción de Fernández Spencer, quien falleció, días previos a la recepción del alto galardón que la Fundación Corripio y el Estado Dominicano conceden a aquellos hombres que, contra viento y marea, se dedican a embellecer la vida por medio de la palabra escrita. La razón de esta interrupción es la siguiente:

En un texto que da título a mi próximo libro de cuentos, que tiene como tema la “parusía” –el prometido regreso de Cristo– el Maestro y sus discípulos han convenido que dicho encuentro se lleve a cabo aquí, en esta tierra que todos los que hemos nacido en ella, consideramos bendita. En determinado pasaje y refiriéndose en forma explícita a los poetas Franklin Mieses Burgos y Antonio Fernández Spencer, el Maestro le confiesa a Pedro, que existe un cielo exclusivo para los poetas”.

Si me atreví a escribir esto es porque para mí, la poesía es la quintaesencia de la literatura. Aunque sé que los poetas mencionados no están materialmente aquí, yo siento que sus presencias etéreas deambulan alegres entre nosotros, felices porque se continúan celebrando eventos como el de esta noche, que no sólo enaltece a los artistas de la palabra escrita, sino a todo el pueblo dominicano, tan carente en estos tiempos, de ejemplos para la juventud. Si prestáramos un poco de más atención, podríamos oír sus voces agradecidas, y escuchar cuando dicen: “¡Gracias a la Fundación Corripio, y a todos aquellos que con su esfuerzo y dedicación han hecho posible que acontecimientos como el de esta noche, continúen siendo una hermosa fiesta para el espíritu!”

Pero idéntica alegría sentí cuando los galardonados fueron Marcio Veloz Maggiolo, Carlos Esteban Deive, Mariano Lebrón Saviñón, Hilma Contreras, Lupo Hernández Rueda, Franklin Domínguez y Andrés L. Mateo, todos, afortunadamente, vivos. Espero que lo sean por muchos años más, para que sigan enriqueciendo el acervo bibliográfico nacional. Ahora estoy pensando, si no me será difícil aceptar un trato igualitario con todos estos colosos de la literatura contemporánea.

Pienso que todos los escritores, pero especialmente los poetas, debían materialmente vivir para siempre, porque la ausencia de cualquiera de ellos es, como aquella rosa a la que cantara nuestro inmenso Mieses Burgos, que “deja un hueco en el aire que no lo llena nadie”. Tiene entonces razón el gran novelista tadchiko, Illya Chadchavadze, cuando dice, “que si bien los poetas se alimentan en la tierra, ellos fueron antes, concebidos en el cielo”.

Aunque toda partida es siempre lamentable, cuando los poetas abandonan este valle de lágrimas, no han hecho más que retornar al lugar donde los concibieron. Hubo sin embargo, dentro de nuestro parnaso, muchos otros grandes que no recibieron este galardón que se entrega en esta noche, siendo merecedores de él, parque la vida no les alcanzó para recibirlo: ahí están los nombres egregios de Freddy Gatón Arce, Máximo Avilés Blonda y Aida Cartagena Portalatín.

Para mí, lo mismo que para todos los escritores que me precedieron, ésta es una noche de vendimia. Yo sólo estoy recogiendo los frutos que he sembrado a lo largo de mi vida literaria. Puedo confesar sin rubor alguno, que este difícil oficio de ir diseminando literatura por los caminos de la patria, lo he realizado con humildad, sin estridencias, sólo atento a escalar la montaña que el destino eligió para mí, sin preocuparme que la de mi vecino sea más alta, porque al fin y al cabo, nadie puede subir la montaña ajena.

Creo que es el momento de intercalar una petición en beneficio de la juventud, abriendo espacios en los periódicos, mediante la reaparición de los suplementos, para que puedan las nuevas generaciones que surgen, publicar sus creaciones, porque ellos serán en última instancia, quienes en el día de mañana, habrán de ocupar el lugar desde donde ahora les dirijo la palabra.

Quiero finalmente retomar aquella flor martiana que he mencionado con tanta insistencia, porque también es la flor del agradecimiento. Quiero ofrecerle una, especialmente, al señor José Luis Corripio, por ser el soporte fundamental de ese proyecto que concibió el desaparecido maestro Manuel Rueda, y por acogerlo con entusiasmo, convirtiéndolo en una realidad.

Otra flor para el jurado y para los miembros de la Fundación que dirige don Jacinto Gimbernard. Otra para alguien que ustedes posiblemente no conozcan, Manuel Mattei, porque fue él, quien estando lejos de la patria, se atrevió a prestarme un libro que me dejó contagiado para siempre con el virus de la literatura. Ese libro se llama, “Chinchina busca el tiempo”. No tengo que decir el nombre de su autor, porque todos ustedes saben, que es don Manuel del Cabral.

Otra flor para el Dr. Sócrates Barinas Coiscou, porque ya en el país, y en los momentos de flaqueza, me alentó para continuar poniendo a mi disposición su valiosa biblioteca. Y un ramo de esas mismas rosas blancas, ¿por qué no!, para todo este público aquí presente, que ha tenido la gentileza de acompañarme en una noche tan especial y memorable.

¡Muchas Gracias!

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SEMBLANZA

POR LEÓN DAVID
Hace bastantes lustros que la experiencia –avara en ilusiones aunque pródiga en enseñanzas- me aleccionó acerca de cuán ociosa solía ser la pregunta de por qué, de repente, sin haberlo ambicionado ni mucho menos merecido, me hallaba en el compromiso –en esta oportunidad definitivamente halagüeño– de desempeñar una encomienda pública y protocolar para la que me sentía la persona menos calificada. En toda una larga existencia dilapidada en el inocuo placer de la escritura no pocas han sido las ocasiones en que me he visto sorprendido –como es el caso ahora– con ennoblecedoras cuanto indeclinables demandas para las que siempre presumí (no hay un gramo de falsa modestia en lo que afirmo) que sobraban las plumas, acaso no mejor dispuestas que la mía, pero, eso sí, en capacidad de exhibir logros y predicamento con los que yo ni podía ni aspiraba a rivalizar…

Sin embargo, no obstante estar convencido de mi precaria idoneidad en lo que toca a fungir de presentador, cuando Diógenes Valdez me pidió esbozara en esta noche fausta su semblanza intelectual no pude rehusarme.

Tres razones me indujeron a aceptar sin titubeos ni reticencias su solicitud: la primera, que hubiera sido un desaire insufrible, amén de descortés, declinar el honrosísimo encargo con el que el conspicuo escritor a quien hoy rendimos homenaje me gratificaba escogiéndome para que abocetara una semblanza de su persona. La segunda razón tiene que ver con el hecho de que a Diógenes me ha unido desde el día en que lo conocí, tres décadas atrás, uno de esos curiosos pero genuinos afectos que no cuajan, como sucede la mayor parte de las veces, en virtud del trato íntimo y constante, sino por obra de cierta coincidencia espiritual y propensión simpática que, sin menoscabo alguno para la amistad, puede darse el lujo de prescindir soberanamente de los rituales de la frecuentación. Y –razón postrera y decisiva–, he reputado siempre a Diógenes Valdez por uno de nuestros más incontrovertibles y diestros narradores, cálamo poseedor por gracioso regalo de las musas del don de la palabra; opinión ésta que empezó a tomar cuerpo cuando en los remotos años del suplemento cultural AQUÍ –que tuve el privilegio de codirigir en la alborada de la década de los setenta– redacté una o dos elogiosas notas críticas a propósito de ciertos relatos aparecidos en las páginas de la mencionada publicación periódica, relatos cuyo autor era nada más y nada menos que un entonces desconocido joven llamado Diógenes Valdez.

Hoy, en el marco espléndido de esta sala del Teatro Nacional, nos hemos dado cita para presenciar complacidos como el otrora fabulador bisoño, lejos de incumplir la promesa que su talento precoz anunciaba, convertido en maestro de la prosa narrativa tras ardua, metódica e incansable labor en el campo de las letras, es con toda justicia favorecido con el más señalado galardón que pueda apetecer un escritor en nuestro país: el Premio Nacional de Literatura que otorgan la Secretaría de Cultura y la prestigiosa Fundación Corripio.

Harto bien lo sabemos: premiaciones ha habido discutibles que inevitablemente dejan un amargo sabor en la boca, y otras cuya legitimidad es irrefragable. A las de esta última clase pertenece –nadie en sus cabales osará desmentirme– la presea que se le acaba de conceder a Diógenes Valdez.

Dificulto, en efecto, que en sociedad como la nuestra, cuyo susceptible segmento intelectual está muy lejos de profesar unanimidad de pareceres y que posee una innegable agudeza para percibir la paja en el ojo ajeno y advertir el ínfimo lunar en la piel más lustrosa y delicada, dificulto, repito, que en un medio cultural tan quisquilloso como el nuestro se haya dado jamás la coyuntura insólita de otorgar una distinción con la que –es el caso de la que nos reúne–, de prestar fe a lo que la prensa ha comentado, todo el mundo, o cerca le anda, está de acuerdo.

Avanzo a más y digo que el acierto de conferir a Diógenes Valdez la palma de la versión 2005 del Premio Nacional de Literatura, si algo lo confirma, respalda y garantiza es la abrumadora aprobación que ha suscitado en la grey de los literatos y amantes de la buena lectura. Pareja aquiescencia, verdaderamente excepcional en estas tropicales latitudes, es dictamen que, en punto a dar testimonio de la calidad de los escritos de Valdez, mal haríamos en echar en saco roto. Cuando la decisión de un jurado competente coincide con la de la casi totalidad de los opinantes del conglomerado intelectual de la nación, la posibilidad de veredicto errado es, ciertamente, muy escasa.

Sólo un temperamento refractario a la excelencia podría empecinarse en recusar que el autor a quien estamos ofrendando jubiloso tributo de admiración sea uno de los más sólidos valores de la literatura vernácula contemporánea.

Tranquilo, callado, siguiendo a pie juntillas el sensato consejo del poeta de mantenerse “lejos del mundanal ruïdo”, por entero ajeno a los afanes no siempre constructivos de capillas, grupos y cenáculos, no curando en lo absoluto de la vacua pirotecnia de la publicidad, viviendo para adentro, para sus sueños y fantasmas, consagrado con monástico fervor a la tarea de escribir, Diógenes Valdez se nos ofrece acaso como el más cabal y estimulante ejemplo del hombre de letras que siempre respondió al principio de que para cualquier creador que se respete la única empresa de envergadura consiste en concebir una obra cuyo mérito expresivo logre resistir al agravio de los años y pasar con éxito la prueba del riguroso juez de la posteridad.

Empero, ironías de la suerte, a veces la notoriedad toca a la puerta de quien nunca se había tomado la molestia de perseguirla. Y he aquí que el hombre de pluma que gastaba una vida discreta y retirada en el apacible remanso de su hogar de San Cristóbal, el individuo llano, noble, bueno, que nunca cortejó la fama ni se dejó, como tanto otros, avasallar por modas intelectuales, es hoy reconocido y públicamente encumbrado para regocijo de cuantos en este país todavía creemos en la virtud civilizadora –acicate del espíritu- de la literatura.

Ahora bien, aunque el que estamos celebrando hic et nunc es, por descontado, su más memorable triunfo, Diógenes Valdez, escritor que naciera en esta ínsula de nuestros amores y angustias un 29 de mayo de 1941, ha recibido en el decurso de su luenga y fecunda trayectoria literaria más de una envidiable corona. Su libro EL SILENCIO DEL CARACOL obtuvo en el año 1978 el Premio Nacional de Literatura José Ramón López. Igual fortuna corrió su obra TODO PUEDE SUCEDER UN DÍA, ganadora también del Premio Nacional de Cuentos en 1982; en tanto que su novela LOS TIEMPOS REVOCABLES, la tercera que el autor publicaba, conquistó el Premio Siboney correspondiente al año 1983. Y en 1992 se hará nuevamente con el Premio Nacional de Cuentos por su PINACOTECA DE UN BURGUÉS.

Aparte de los títulos mencionados, Valdez ha dado a los que Borges calificaba de arduos honores de la tipografía las novelas LA TELARAÑA (1980), LUCINDA PALMARES (1983), TARTUFO Y LAS ORQUÍDEAS (1998) y la notable saga constituida por seis libros en torno al mito criollo de Yelidá, de Tomás Hernández Franco. Esta leyenda monumental, apología del mestizaje, se compone de las obras que a continuación registraré: LA NOCHE DE JONSOK, HUELLAS EN LA ARENA MOJADA, EL VIENTO Y LA NOCHE, LAS FLORES DE HIELO, EL HIPOCAMPO y finalmente, para cerrar la serie, RAKNAROK.

Si a los nombres que anteceden añadimos sus volúmenes de relatos MOTIVOS PARA ABORRECER A PICASSO (1997) y ACTA EST FABULA (2001) y sus dos obras ensayísticas DEL IMPERIO DEL CAOS AL REINO DE LA PALABRA (1986) y EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS (2003), podremos forjarnos una idea bastante exacta de la variedad y amplitud de la creación literaria de Diógenes Valdez.

Sin embargo, todavía nos quedamos cortos; pues en abono del laureado escritor que esta noche recibe el más preciado trofeo de la literatura dominicana, no podemos dejar de referirnos a sus numerosos artículos periodísticos sobre autores nacionales y extranjeros y sobre variopintos temas literarios de actualidad, escritos que revelan la insaciable curiosidad de una mente atenata a todo lo que ocurre en el ámbito de la cultura universal.

¿Qué otra cosa adunar a lo ya expresado?… Haciendo gracia de pormenores ociosos a cuantos estas palabras escuchan, apenas agregaré que, hasta donde he podido comprobar, habida cuenta de que en este país ni el más ubérrimo escritor puede vivir de su pluma, a Diógenes Valdez, como a cualquiera de nosotros, le ha tocado ejercer múltiples funciones cosa de poder llevar la comida al hogar decoroso. Así, luego de haberse graduado en el Instituto Politécnico Loyola y de realizar estudios de ingeniería industrial que lo condujeron –becado por la OEA y el gobierno dominicano– al Uruguay, luego de participar, becado esta vez por la ONU, en un curso especial en el Centro Internacional de Adiestramiento de Aviación Civil, dirigió el Centro de Investigaciones Literarias de la Biblioteca Nacional (1984-1991), institución de la cual fue subdirector de 1991 a 1992.; desempeñó el cargo de Corrector de Estilo de la Secretaría de Educación (1981-2001); trabajó como Asistente del Gobernador del Faro a Colón y dirigió del 2001 al 2004 la biblioteca República Dominicana.

Por dondequiera pasó, deja el recuerdo grato de un hombre apacible, silencioso y amable, cumplidor eficiente de sus obligaciones, que tras una apariencia horra de lo sensacional y pintoresco oculta portentosa imaginación volcada, para delicia de todos nosotros y de las futuras generaciones, en sus libros, vis artística y lúdica creatividad a las que hoy ofrendamos exultante tributo de admiración, respeto y reverencia.

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