“Casi diría que hay tantas definiciones de poesía como poetas que han intentado definirla. Y eso, que puede parecer caótico, a mí me parece enriquecedor”
POR LEÓN DAVID
1. Eres poeta y de los grandes. Hablemos, pues, de poesía. ¿Qué es la poesía?, ¿qué la distingue de otras modalidades literarias?
— Bueno, vamos a dejarlo en “poeta”, y punto. Ya es bastante, ¿no?
En cuanto a lo que sea o pueda ser la poesía, llevamos siglos buscando una respuesta y no acabamos de encontrar una definición exacta y definitiva. Porque hay muchas formas de enfocar la cuestión, desde lo académico y semántico a lo emocional, pasando por lo puramente poético, lo intuitivo, lo racional… Además, cada poeta -de los poetas que piensan sobre poesía tratando de indagar en el fenómeno poético, no de los que se limitan a crearla- maneja su propia definición, intenta aportar su grano de arena, según sus conocimientos y sus experiencias. Casi diría que hay tantas definiciones de poesía como poetas han intentado definirla. Y eso, que puede parecer caótico, a mí me parece enriquecedor.
Yo, por una parte, hago mía la definición de un poeta español recientemente desaparecido, Leopoldo de Luis, quien dejó dicho: “Poesía es respirar por la herida”, con la que consagraba el carácter eminentemente humano de la poesía, su utilidad como instrumento de solidaridad, de denuncia, de grito, de llanto acusador. Y no es que crea que el poeta tenga que estar permanentemente pendiente de ese dolor y de esa herida, lo que le convertiría en un ser condenado a la tristeza y a la desesperación (la poesía también ha de ser vivaz, mágica, extrovertida, alegre: véase si no esa forma sublime de alegría que es el amor, que tanta poesía ha suscitado a lo largo de los tiempos), pero que no deje de tenerlos presentes y sepa “respirar” por ellos cuando sea necesario o su conciencia se lo aconseje, para que otros puedan también respirar.
Y por otra parte, y ya en el terreno meramente intuitivo -los poetas sin la intuición estaríamos absolutamente perdidos y navegando en un mar de palabras vacías-, creo que cuando leemos un poema que “nos llega”, que nos dice cosas, que nos comunica memorias, experiencias, sensaciones o sentimientos, hay algo entre los versos de ese poema, algo difícil de concretar, un hálito, un latido, una sutilísima corriente emocional que va más allá de las palabras, que se nos mete muy adentro y que consigue el milagro de conmovernos. Ese hálito, ese latido es, precisamente, la poesía.
Por lo que se refiere a las diferencias con otras modalidades literarias, voy a ser más concreto: creo que así como el ensayo nos descubre o nos enseña; la novela nos entretiene y nos divierte… la poesía nos emociona. Aunque también nos descubra, nos enseñe, nos entretenga y nos “divierta”. Cualquier persona medianamente preparada puede “entrar” en una novela o en un ensayo. Pero no todo el mundo puede hacer lo mismo en un libro de poemas.
2. ¿Qué opinas acerca de la poesía contemporánea española? ¿Por dónde se enrumba y cuáles son los atributos que la distinguen de la poesía de décadas anteriores?
— Yo diría que, como conjunto, estamos en una etapa plana, poco significativa, un tanto mediocre, cuando no desorientada. Y no es de extrañar, después de las brillantísimas décadas anteriores, en las que tanta y tan espléndida poesía se ha escrito en España, con generaciones, grupos y voces que constituyen auténticos hitos en nuestra historia poética.
Hay muchos y muy buenos poetas, por supuesto, como siempre los ha habido por aquí. Pero ni se atisba una “generación” que pueda aglutinar estilos y tendencias -quizás falte perspectiva histórica para perfilarla- ni sobresalen verdaderas figuras que puedan señalar un camino o servir de referencia.
Yo recuerdo que a finales de los años 70, cuando comenzaba a introducirme en el ambiente poético, se podía convivir, departir, escuchar diariamente a poetas de la talla de Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Luis Rosales, Carmen Conde, Gloria Fuertes, Vicente Aleixandre, José Hierro… Su vivo magisterio estaba “en la calle”, muy cerca de todos nosotros.
Hoy día, desde el año 2002 en que se nos fue José Hierro, no hay ningún “gran poeta” en España que pueda merecer ese título. En este aspecto, creo que la poesía española actual está enferma de orfandad.
Al mismo tiempo, el deterioro en la formación cultural de una buena parte de nuestra juventud y su progresiva materialización, generalmente inducida por oscuros intereses comerciales, se traduce en que prime lo que llamamos la “cultureta”, cuatro conocimientos cogidos con alfileres y una absoluta falta de base humanística, unido a una clara ausencia de sensibilidad. Todo ello, como es lógico, tiene su influencia en una parte de la poesía joven -no en toda, por supuesto y afortunadamente- que cree que “lo moderno” es escribir ingeniosidades, cositas divertidas, gracietas, bromitas, frases hechas falsamente sublimizadas, cotidianeidades carentes de todo interés… Nada de hondura, de contenido emocional, de pensamiento firme, de búsqueda de la palabra bella y exacta, de la metáfora sorprendente y enriquecedora…
Un ejemplo: hace no muchos años, un renombrado crítico de poesía, comentando un poema de uno de los poetas jóvenes más encumbrados -oficialmente- de la actualidad, destacaba con toda seriedad uno de sus versos como una auténtica maravilla, un verdadero hallazgo en la historia de la poesía española. Ese verso, esa pieza artística, emblemática e irrepetible decía: “Tú me llamas, amor/yo cojo un taxi”. Fantástico, ¿verdad? Pues así están las cosas.
De todos modos, soy optimista, y confío en que nuestra poesía, en su conjunto, recuperará la pujanza, la fuerza y la brillantez que siempre tuvo.
3. Coméntanos tu trayectoria poética…, cómo te iniciaste, los premios obtenidos, las satisfacciones que la escritura te ha proporcionado y las dificultades que has tenido que superar…
— Yo soy lo que se dice un poeta “tardío”, en cuanto a aparición pública se refiere, pues mi primer libro no fue publicado hasta 1978, cuando yo contaba ya 42 años de edad. Pero en cuanto a escritura de poemas, pues como casi todo el mundo: en los años estudiantiles, los consabidos poemas de amor -de efervescente amor- a las chicas de las que me enamoraba. Era un arma de seducción eficacísima que solía dar resultados sorprendentes.
Pero mi iniciación a la poesía me llegó exactamente a los 14 años, cuando mi padre me puso en las manos un libro de nuestro Miguel Hernández, “El rayo que no cesa”. Aunque yo había ya leído poesía en textos escolares, en él descubrí todo el fulgor y la hondura de la poesía, y me percaté de cuánta vida se puede encerrar entre los versos de un poema. Fue como una puerta que se abría, tras la cual me esperaba un mundo deslumbrador.
Como poeta, mi primer poema “serio” fue un soneto (de los cuatro o cinco que he escrito en mi vida, lo cual no significa que menosprecie el trabajo de los sonetistas) dedicado a la muerte de un gran amigo mío, por los años 70. Fue algo así como “mi manera de no estar solo”, la forma de descargar mi tristeza, mi vehículo más eficaz para dirigirme a él desde aquí. Tras ese poema me di cuenta de que mi medio de expresión más certero, con más posibilidades y facetas expresivas, iba a ser -para siempre- la poesía.
Tras mi primer libro, “Por un cálido sendero”, un poemario conjunto, con la mitad de sus poemas míos y la otra mitad de mi mujer, Luzmaría Jiménez Faro, fueron llegando otros libros, los premios, los reconocimientos (no me parece decente relacionarlos aquí y ahora) mis actividades en el extranjero -un alto porcentaje de mi presencia pública está desarrollada fuera de España-, y todo lo que acompaña a la práctica de este oficio, a veces desolador, pero siempre tan gratificante.
Satisfacciones… Cada poema terminado, y no digamos cada libro, es un indescriptible motivo de alegría, algo impagable que compensa de sobra las horas de aislamiento y de soledad que la escritura poética -al menos en mi caso- requiere.
También, en las lecturas públicas, comprobar la comunicación emocional que se da con los asistentes al escuchar mis poemas: hay algo de místico, de espiritual en esa comunicación, algo que me proporciona una gran dosis de bienestar interior, de felicidad.
Dificultades… Pues las propias de cualquier artista que pretende dar a conocer su obra, que en el caso de la poesía se acrecientan al máximo. Sin embargo, en este aspecto, me considero una persona privilegiada por ser absolutamente libre, sin dependencias de ninguna clase (ideológicas, políticas, religiosas, etc.) que puedan coartar mi vocación ni mi labor creadora. Repito: absolutamente libre. Esto me ha producido algún que otro enemigo (hay gente que no tolera la independencia o la suerte ajenas), pero eso es estupendo: nuestra vida no tendría razón de ser sin algunos buenos amigos y algunos buenos enemigos. De estos últimos, sobre todo, se puede aprender mucho…
4. ¿Cuáles han sido tus modelos en poesía, y en literatura en general?
— Yo no he tenido, ni he tratado de tener, “modelos” de ningún tipo ni, creo, he recibido influencia alguna, aunque a veces hayan influencias indirectas a través de terceras voces prácticamente ineludibles y, generalmente, indetectables.
Tengo, por supuesto, mis preferidos. Yo admiro a muchos poetas: a veces basta un solo poema, o incluso un solo verso para justificar la más rendida de las admiraciones. Podría citar aquí a muchos de ellos: Quevedo, Jorge Manrique, Juan de la Cruz, Juan Ramón, Machado, Lorca, Rubén, Juana de Ibarbourou, Neruda, Dámaso Alonso, Luis Rosales, Leopoldo de Luis, Hierro… por poner sólo nombres de primerísima fila, junto a una multitud de poetas menos conocidos que también forman parte de mi íntimo acervo poético. Como se sabe, la casa del poeta es muy grande y, por fortuna, en ella tienen cabida muchas voces. Todas ellas, cada una en su medida, vienen a ser otros tantos “modelos” que configuran mi propia voz.
En cuanto a literatura en general, admiro a muchos autores también: los grandes rusos (tengo una estrecha amistad con Vladimir Tolstoy, tataranieto del escritor, en cuya finca de Yasnaya Polyana paso regularmente diez días al año; y también con Alexander Sholokhov, nieto del Premio Nóbel, a quien visito de vez en cuando en su dacha de Veshenskaya, junto al río Don, muy cerca de Ucrania), los grandes franceses, los imprescindibles contemporáneos americanos… y por supuesto, muchos españoles, tanto clásicos como actuales. Entre estos últimos hay en mi corazón un rincón especial para un paisano mío: el casi olvidado Gabriel Miró, a quien dediqué dos años de mi vida con mi tesis doctoral.
5. De la oposición que se ha dado entre vanguardia y tradición, ruptura y clasicismo, ¿qué nos puedes decir?
— Es un fenómeno muy antiguo, que se ha dado en todas las épocas y en todas las manifestaciones artísticas. La renovación, la búsqueda de nuevos caminos, la ruptura con moldes anteriores, incluso la iconoclastia, son actitudes muy típicas de la gente que empieza o que quiere abrirse un camino. A mí me parecen muy respetables, siempre que no enmascaren incapacidad o, simplemente, falta de facultades o de base cultural o formativa.
Con su sorna granadina, comentando este mismo tema, me decía Luis Rosales: “¿Que los jóvenes quieren innovar? Pues muy bien: que innoven. Yo sigo con lo mío”.
6. En mi país la mayor parte de los poetas, sobre todo los jóvenes, abomina del verso regular, la rima y otros recursos de la métrica que considera trasnochados y que, supuestamente, coartan su libertad creadora. ¿Qué piensas tú de ello?
— En España pasa exactamente lo mismo, aunque cada vez veo con más frecuencia, en concursos de cuyos jurados formo parte, libros con poemas rimados, especialmente asonantes. No muchos, pero sí algunos, y de gente joven por regla general.
Me hace mucha gracia eso de que “abominen del verso regular” y al mismo tiempo proclamen la “libertad creadora”. Pero es que la libertad creadora también consiste en escribir verso regular, ¿no? Las abominaciones, en cualquier actividad humana, suelen ser muy poco recomendables. Todo esto enlaza muy directamente con lo que hemos comentado en la pregunta anterior.
7. ¿Para qué sirve la poesía? ¿Quiénes la leen? ¿Qué función cumple en esta sociedad posmoderna trivial y volcada a la vulgaridad y al hedonismo?
— Aquí voy a permitirme ser muy escueto en mis respuestas:
La poesía sirve, sencillamente, para hacernos más humanos, para emocionarnos, para deslumbrarnos con su belleza y con su hondura, para hacernos sentir mejor con nosotros mismos y con los demás. En una palabra, para redimirnos de la vulgaridad que nos rodea y nos asfixia.
La leen quienes necesitan buscar esa redención y, por su capacidad cultural o emocional, pueden buscarla.
Añadiré que, como obra de arte, para mí un buen poema es equiparable a un buen cuadro, una buena escultura o una buena composición musical. Entre esas manifestaciones artísticas puede haber diferencias “estructurales”, pero nada más.
8. ¿Quién es Antonio Porpetta?
— Podría responderte, sencillamente, que un hombre que vive, ama, siente la poesía como cosa propia y se expresa a través de sus poemas.
Pero quiero añadir que, desde hace 18 años en que, por suerte para mí, conseguí liberarme de ataduras laborales, un hombre bastante satisfecho de su propia vida actual, pero que contempla con profunda tristeza el devenir de nuestra historia más inmediata, los abismos a los que estamos abocados. He conseguido dedicarme a lo que siempre quise: escribir lo que quiero y cuando quiero, y viajar con mucha frecuencia por el mundo leyendo mi poesía y la de muchos poetas españoles, lo que me ha permitido conocer gente maravillosa y paisajes -geográficos y humanos- inolvidables y enormemente enriquecedores. Y este programa lo llevo a cabo, como he comentado antes, con la más absoluta libertad, dependiendo sólo de mí mismo.
Dentro de este tema, a veces me preguntan cómo quisiera yo que se me recordara, y siempre contesto que no quisiera que se me recordara de alguna forma determinada, o por alguna razón específica. Me contento con la posibilidad de que alguien, cualquier día dentro de pocos o de muchos años, lea un poema mío y sienta la misma emoción con que yo lo escribí. Me basta con eso, de verdad.
Algo así vengo a decir en un mínimo poema de mi libro Silva de extravagancias:
Yo no pido la voz: yo sólo pido que mi silencio sea como un hondo silencio de campanas.