Envejecer con dignidad:
Saramago versus García Márquez

Envejecer con dignidad: <BR>Saramago versus García Márquez

POR GRACIELA AZCÁRATE
“Las palabras no son ni inocentes ni impunes. Hay que tener cuidado con las palabras. Si no las respetamos, empezamos por no respetarnos a nosotros mismos. La libertad tiene un sentido, un único sentido. Pero cuando se la usa con un sentido perverso, como ocurrió en Argentina y en otros países, entonces son los ciudadanos los que tienen que darle su contenido real”.

“Vivían con pocas palabras pero tenían una cultura, y eso puede ser poco pero también puede ser riquísimo, en la medida que esas pocas palabras se sientan como algo profundamente personal y que esas pocas palabras no sólo sirvan para comunicarse sino también para llorar o para reír. Para expresar la necesidad de un ser humano de acercarse a otro ser humano”.  José Saramago

Confieso que fui cobarde cuando escribí la reseña de las putas tristes de Gabriel García Márquez. Me debe haber invadido la mordaza milenaria, el respeto por su obra de hace cuarenta años, y tibiamente dije que me daba pena, sublimé cuando lo comparé con Selma Lagerlof. Es mentira. Fui pusilánime y timorata. No era prudencia, era cobardía. Desperté del letargo patriarcal cuando una amiga cubana me mandó una reseña hecha en Bogotá sobre el libro de García Márquez pero sobre todo me sacudió la diferencia con otro anciano premio Nobel: José Saramago y lo que dijo en Argentina, en el tercer Congreso de la Lengua.

Fue tan íntegro, tan abuelo, tan decente, tan ejemplar. Tan distinto a ese otro Premio Nobel de Literatura colombiano del cual Sonia Gómez, escribió en “El Colombiano” del 27 de octubre del 2004 lo siguiente:

“Mientras el país se da golpes de pecho, se rasga las vestiduras, se asombra y se pregunta por qué crecen las cifras de violencia sexual contra los menores de 14 años, especialmente contra las niñas, nuestro Nobel y sus editores se llenan los bolsillos de plata con la “Memoria de mis putas tristes” que recrea las aventuras de un anciano que empieza su relato contando cómo “el año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen? Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que  solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible?”. La novedad disponible para el antañón de marras fue, por supuesto, una virgencita de 14 años” ? morena y tibia.  La habían sometido a un régimen de higiene y embellecimiento que no descuidó ni el vello incipiente del pubis.  Le habían rizado el cabello y tenía en las uñas de las manos y los pies un esmalte natural, pero la piel color de la melaza se veía áspera y maltratada.  Los senos recién nacidos parecían todavía de un niño varón, pero se veían urgidos por una energía secreta a punto de reventar? Un tierno toro de lidia”. ¿Qué novelón tan parecido a la realidad? ¡Ah, pero claro! es que estamos en el mundo del realismo mágico, en el mundo de las miles de “puticas tristes” que no lo son porque les da la gana, sino, precisamente porque una cultura machista, perpetuada por la literatura, por los textos escolares, por la tradición, ha enseñado a los varones que tienen derecho a darse esos gustazos con virgencitas indefensas, con pieles ásperas y maltratadas.

Qué odiosa es literatura que reproduce el esquema de la mujer objeto; esa literatura que se vende como pan caliente y llega a los salones de clase y se convierte en un texto obligado, para que a los chicos no se les olvide que a los 20, los 40, los 80 o los 90, la sociedad les da el derecho de quitarle la ropa a una niña y violarla, sin que nadie le importe su indefensión, y su desgracia.  Yo protesto contra esta literatura sexista, venga de donde viniere, así el autor de marras se llame Gabriel García Márquez, que más bien debería haberse ocupado, a estas alturas de la vida, por contarnos historias que nos den luces para salir de esta noche negra de Colombia, donde los niños y especialmente las niñas, se han convertido en carne tierna para roedores humanos.

Yo me uno al coro de muchas mujeres que como yo estamos indignadas con la tal novela de las putas tristes, porque ya estamos cansadas de que la literatura hable de las putas que venden su cuerpo por el hambre y de que guarde silencio ante los “putos” de todas las pelambres que se acuestan con niños y niñas, no por hambre, sino por saciar sus inseguridades y por reafirmar un poder que no tienen”.

Lo reproduzco tal cual, porque me critiqué por tibia y porque comparé con lo que pasó entre el colombiano y un anciano portugués de ochentaidós  años que participó en un evento literario de jóvenes.

En el marco del Tercer Congreso de la Lengua celebrado en Argentina en el acto de entrega de los premios correspondientes al “Certamen Nacional de Escritura 2004” que se realizó en la escuela Normal Nº 2 ‘’Juan María Gutiérrez’’, de Rosario, los concurrentes emocionados aplaudieron largamente las palabras del Premio Nóbel de Literatura José Saramago.

El escritor portugués escuchó con mucha atención como los presentes entonaban el Himno Nacional argentino y tomó los versos de la canción como el argumento inicial de su discurso.

“He seguido con toda la atención las palabras del himno argentino y una palabra me ha tocado: La palabra libertad. Y me pregunto si en el tiempo de la dictadura el himno nacional se seguía cantando, y digo sí, se seguía cantando. Y eso nos indica que hay que tener cuidado con las palabras. Las palabras no son una cosa inerte. En ese tiempo la palabra libertad se utilizaba en dos sentidos, ellos – y no necesito decir de quienes estoy hablando– la usaban en el sentido de libertad para matar, de libertad para torturar, de libertad para todo lo horrible, para todo lo horrendo que ocurrió aquí. Pero los que luchaban contra ellos usaban la palabra libertad para resistir, para luchar, para salvar la dignidad del pueblo argentino. Las palabras no son ni inocentes ni impunes. Hay que tener cuidado con las palabras. Si no las respetamos, empezamos por no respetarnos a nosotros mismos. La libertad tiene un sentido, un único sentido. Pero cuando se la usa con un sentido perverso, como ocurrió en Argentina y en otros países, entonces son los ciudadanos los que tienen que darle su contenido real. Y ese contenido real es que llevan en la mente, el que guardan en el corazón, mente y corazón que pertenecen a una cultura y a una historia. Les digo a los más jóvenes que deben tener cuidado con las palabras; decirlas y pensarlas”.

El se  dirigió a los chicos que habían participado del Certamen de Literatura y que lo estaban escuchando y les dijo:

“Quiero recordarles, sin ningún intento de vanidad personal, que yo he nacido como vosotros. Mi familia no sabía leer, apenas un poco mi padre. Vivían con pocas palabras pero tenían una cultura, y eso puede ser poco pero también puede ser riquísimo, en la medida que esas pocas palabras se sientan como algo profundamente personal y que esas pocas palabras no sólo sirvan para comunicarse sino también para llorar o para reír. Para expresar la necesidad de un ser humano de acercarse a otro ser humano”.

El contó  que hasta los 18 años no tenía libros propios. Sus libros eran los de la biblioteca pública. “Y les digo a ustedes, chicos y chicas, que en esa época no teníamos nada. No había televisión y apenas existía la radio. No había discotecas. No teníamos nada. Afortunadamente no teníamos nada. Porque aquel que no tiene nada se lo inventa para tener algo. Y por suerte, no nos aburríamos nunca. Los juguetes que no teníamos los inventábamos”.

Una salva de aplausos atronó la sala cuando Saramago expresó que “hagan lo que hagan la Internet y la computadora no hay nada en el mundo que pueda sustituir al libro. ¿Por qué? Porque sobre la pagina de un libro se puede llorar, pero no se puede llorar sobre el disco duro de la computadora”.

Dijo que debía toda su cultura a El Quijote y que ese sería el libro que se llevaría con él a una isla desierta, con la seguridad de saber que aunque viviera mil años en esa isla siempre encontraría en El Quijote ese sitio inmortal de la humanidad mientras la humanidad se encontrara en este planeta”.

Eran dos hombres viejos, eran dos escritores consagrados, pero eran dos formas diferentes de envejecer. Uno apostaba a los jóvenes, a las cosas sencillas de la vida cotidiana y al ejemplo de humildad y modestia, el otro girando en el limbo de la compra y venta se había entregado al mercado.

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