Epicentro social

Epicentro social

PEDRO GIL ITURBIDES
Antes de que muchos estadounidenses hicieran del placer y de la droga el norte de sus vidas, el epicentro de esa sociedad estuvo en las bibliotecas. Todavía, en medio de las tensiones generadas por los estupefacientes, esas bibliotecas son importante punto de referencia para la comunidad. Pero en el principio, ellas constituyeron el nudo gordiano de los trabajos para la constitución de los Estados Unidos de Norteamérica. De este aserto, sostenido por Thomas Paine, testigo y actor de aquellos sucesos, quiero hablarles, para hablar de nosotros.

Cuando los fundadores de aquella nación se dispusieron a independizarse de Inglaterra, se reunieron en Filadelfia para redactar un proyecto de ley fundamental. Escrita la misma, la hicieron llegar a las ciudades y poblados de las trece provincias de la colonia inglesa de Norteamérica, comprometidas en el proceso. ¿Dónde se reunieron los representantes de esas comunidades?

Dice Paine que en las bibliotecas. Y en el local de las mismas discutían el texto encomendado a la consideración colectiva, pues debían devolverlo con sus puntos de vista.

También, cuenta este autor, se reunían en sus casas, sobre todo en las comunidades rurales, y conocían del texto en el seno de la familia. En ello, conforme se desprende de la lectura de “Los Derechos del Hombre”, una de sus obras, consumían ardor, interés, diligente disposición, amor.

Por esa misma época, entre tres y cuatro lustros más tarde, nos desprendíamos los dominicanos de los archivos de los primitivos centros de documentación del país. La cesión a Francia del territorio de la parte este determinó la emigración de muchas familias, y sus esclavos.

Pero también el cierre de los archivos públicos, y el envío de su acervo hacia los archivos oficiales de La Habana, Nueva España o Sevilla. Este paso acentuó una tendencia hacia la incuria nacional, despertada desde los días primeros de la conquista.

La ocupación de la parte española de la isla por los remanentes de las tropas francesas enviadas a Haití, indujo a esconder libros y otros instrumentos del saber. En documentos copiados en los archivos de Simancas y Sevilla por don Máximo Coiscou Henríquez, se hallan referencias a esta actitud. Las tropas napoleónicas entraban a los conventos e Iglesias y despojaban a los sacerdotes de libros y otros documentos, así como de enseres diversos. La única posesión que les permitían era un breviario de oraciones. Y una sotana.

La reconquista no significó la reversión del degradante paso. Y fue suerte que no se dispusiera, pues los haitianos habrían de aniquilar, después de enero de 1822, las escasas conquistas logradas en el campo del saber. Rosa Duarte nos recuerda en sus apuntes, que permanecieron abiertas las aulas particulares de maestros que ofrecían lecciones, casi por amor a la sabiduría. Fueron cerradas las escuelas formales, la vieja Universidad de Santo Tomás de Aquino y el Seminario Pontificio. Nada que fuese nido del saber podía permanecer abierto.

La reapertura de escuelas, tras la declaración de independencia de 1844, refleja lo que ha sido el pensamiento dominicano desde aquellos días. La dejadez, cuando no la negligencia, se hizo patente en los hechos. Las bibliotecas no fueron objetivo propio de las gestiones de esos tiempos, sino casi hasta concluir el siglo. Solamente después de la restauración parécenos importante el libro. Vemos entonces, anuncios en las publicaciones hebdomadarias, como la Gaceta de Santo Domingo y luego en otras privadas, sobre su venta en varias tiendas.

Trascendente en este camino es la obra de José Gabriel García con la librería que fomenta, y la imprenta que más tarde regentean sus descendientes. Pero ni ésta ni otras obras similares, posteriores, nos inclinan a concebir en la lectura, la necesidad de liarnos con el saber.

Quizá por ello, más que el ambiente festivo que proyecta, ésta deba ser la finalidad de las ferias del libro. Y para que se consiga este propósito se requerirá más que una muestra. Se necesitará una labor de carácter permanente, con una cadena de bien atendidas bibliotecas públicas, en las que se fomente el amor a la lectura. Las mismas, con y sin equipos informáticos, deben irradiar conocimientos a las comunidades. Tal vez no para que sean epicentro del quehacer de una comunidad. Pero sí un faro desde el cual se proyecten los saberes acumulados por la humanidad, y el amor a los instrumentos para aprehenderlos.

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