Epidemia

Epidemia

Hay un comportamiento paterno que se está revelando en forma de crueldad hacia los hijos y cuyos efectos son tan graves que alarman, con justa razón, a quienes manejan estos casos de primera mano.

El Hospital Infantil Robert Reid Cabral es un punto de referencia que permite tomar el pulso de esta grave patología. Solo en julio pasado, ese centro atendió a 464 menores maltratados por sus progenitores. Eso equivale a quince niños agraviados doblemente cada día de julio pasado.

A las lesiones físicas, algunas de gravedad, hay que sumar las secuelas sicológicas y traumas que han de marcar las vidas de estos menores.

En mucha gente está arraigada la creencia de que las conductas se enderezan a golpes, y esa es una dolorosa equivocación. La violencia que se ejerce contra un niño, aparte de que siembra resentimientos, no hace más que inculcar violencia.

Hay quienes descargan sus frustraciones y carencias en los hijos, como si éstos fueran responsables de la situación general o particular, o como si hubiesen escogido las circunstancias en que les ha tocado vivir.

Hay quienes, en fin, creen que pueden disponer de las vidas de los hijos que han procreado.

El maltrato a menores por parte de sus progenitores ha cobrado magnitudes epidémicas y algo hay que hacer para frenarlo.

No hay duda de que se requiere una bien diseñada campaña de orientación familiar en la que interactúen padres, hijos y especialistas en tratamiento de la conducta, pero a la vez hay que ser más enérgicos y menos indulgentes en el castigo del maltrato infantil.

Es cierto que la pérdida de cohesión en la familia está asociada a este desgraciado fenómeno, pero aún así hay que llevar a los padres la convicción de que el maltrato a los hijos no es la solución.

Tenemos, sin duda, un problema de salud pública con multiplicadores muy peligrosos, pues inculca en los hijos patrones de coexistencia violenta y disociadora. Hay que hacerle frente.

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El Cantantazo

No sabemos si lo que invoca el título de esta segunda nota Editorial se corresponde con un sobrenombre artístico o con una definición cualitativa para calibrar a un artista, pero sea lo uno o lo otro le viene muy bien a José Manuel Lope Balaguer, quien ha arribado en estos días a los ochenta años de edad y ha dedicado al arte tres cuartas partes de su existencia.

Sus cualidades lo tipifican como un artista consumado, que toma y hace suyos los escenarios y la atención del público en las presentaciones, o que somete bajo el deleite de sus acordes bocales a quienes le escuchan a través de los medios electrónicos.

Se necesitan muchas condiciones artísticas y humanas para llegar a merecer ser denominado «Cantantazo». Lope Balaguer las reúne todas y una más, pues con todo y sus 80 años de edad todavía se las arregla muy bien para seguir siendo «El tenor de la juventud».

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