Epifanio Dicent

Epifanio Dicent

Lo recuerdo de dos maneras especiales: como un hecho muy lejano y como un recuerdo en mi afecto, próximo y permanente en mi memoria. Siempre he querido relatar esto y pienso que el tiempo me apremia.

Esto debió haber sido en el 1940. Nuestra edad era de alrededor de los diez-once años. Epifanio era un negrito retinto, con una dulce mirada y un corazón blanco como una perla. Si le hablabas o le pedías algo, levantaba la cabeza y se volvía hacía ti con mirada de ensimismamiento escrutador de cuanto  le decíamos. Lo hacía con serenidad suficiente, que no dejaba de hacerte saber que algo lo incluía a él en tu inquietud y que tendría que resolver todo cuanto estuviera a su alcance. Francamente era una figurita apropiada para la sociabilidad que allí existía. También del afecto.

Se trataba del sexto curso de la educación primaria, que luego nos llevaría al nivel intermedio: sétimo y octavo cursos. No recuerdo algunas cosas. Recuerdo, sí, que nos alojábamos en un antiguo edificio de la Isabel la Católica. La escuela República de Argentina. Barrio de Santa Bárbara. En frente estaba una de las tres zapaterías que eran propiedad de la familia Cuevas.

La maestra era doña Josefita Paláu de Payán  (Puede que en algo me falle la memoria).

El caso de mi condiscípulo Dicent estimuló mis primeras meditaciones algo profundas acerca de la muerte.

Vivíamos en la calle “La Gloria”, hoy “Juana Saltitopa”, pero antes la denominaron “Ercina Chevalier”, pariente de Trujillo. Esto era en Villa Francisca. La manzana estaba formada por la Félix María Ruiz, al Norte; Benito González, al Sur. “La Gloria”, al Este y la José Martí, al Oeste.

Esta enorme manzana tenía anchos callejones que comunicaban desde “La Gloria” (Juana Saltitopa) a la “José Martí”.

Una mañana temprano se habló acerca de la muerte de un vecino del sector que ya mencioné. Fernandito, hermano mayor y yo fuimos de curiosos. Vimos el cadáver del señor tendido en el ataúd, sin un atisbo de profundización de la existencia.

Una vez estuvimos frente al cadáver de la abuela Altagracia González, oriunda de Nizao. No obstante, en éste que les narro de inmediato fue más dolorido, la inexorable desaparición, ocurrió en el período del sexto curso. Lo vivimos (¡Vaya uno a saber!) con convicción de una partida final, poseídos de algún conocimiento que nos brinda el paso de los años.

Llegó a media mañana de una fecha luctuosa para mí, al sexto curso de la escuela primaria República Argentina, un señor muy oscuro, con un traje blanco almidonado y habló con la docente, señora de Payán en tono muy bajo.

Se despidieron con un fuerte apretón y palabras imperceptibles.

La profesora estuvo muy impresionada por unos segundos, antes de ocupar nuevamente su silla. Se acomodó y pidió la atención de todos:

– Señores, tengo la triste noticia de que mi alumno, su compañero, Epifanio Dicent, falleció anoche. Lo entierran esta tarde.

Un silencio pesado se impuso en la sala de aquella aula. Nos volteábamos para verles la cara a los demás.

Todos entristecidos. Pienso, quizás, que fue el primer negrito que ingresó a la gloria. Ojalá nos encontremos, aunque dudo, si después de tantos años, Epifanio Dicent me va a reconocer.  

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