POR LEON DAVID
Si damos crédito a la mitología griega (compendio extraordinario de fantasía y conocimiento empírico cuya riqueza inagotable nunca dejará de sorprendernos), Eros, ese travieso diosecillo hijo de Caos que, armado de arco y flechas y vendados los ojos, acompaña a la sin par Afrodita lanzando a los míseros mortales sus arteras saetas, es el causante de muchas de nuestras más crueles desventuras como, también, de no pocas de nuestras más espléndidas alegrías.
Porque Eros es el símbolo de la pasión amorosa, del frenesí sensual que nublando la inteligencia y amordazando la razón sólo con la posesión carnal del objeto amado se sacia y satisface.
¿Cómo albergar dudas de que bajo los transparentes cielos del Egeo, sobre una tierra áspera y ceñuda que el mar por todas partes circunda con verdiazul abrazo de amante tembloroso, se gestó una civilización que, entre otras múltiples singularidades, enaltecía los sentidos, pagaba solícito diezmo a la desnudez del cuerpo hermoso y se complacía con naturalidad que luego la moral judeo-cristiana calificó de licenciosa en el éxtasis lúdico, terrenal, desenfrenado, instintivo y orgiástico de la fecundidad, extasis que proclamaba a todos los vientos la genésica alcurnia del falo y la vagina?
Podía Eros destruir o hacer felices a las víctimas de sus certeros dardos. Empero, su presencia y trastadas nada tenían de diabólicas. El Destino movía la mano de todas las criaturas con misteriosa precisión, cumpliéndose así la Ley cósmica a la que ni los mismos dioses podían escapar.
Mas apenas la fe católica sustituyó con su rígida moral y su ascetismo la desde entonces sospechosa vitalidad erótica de los cultos paganos, tan pronto se extendió por Europa el sentimiento del pecado original y de la culpa, la visión del mundo como valle de lágrimas, de la carne como penosa condena o fardo engorroso que nos impide alzar vuelo hacia los confines radiantes del Paraíso, apenas se impuso, insisto, el sentimiento cristiano, Eros y todo lo que éste representaba fue difamado, anatemizado, forzado a acompañar a Luzbel en sus proditorias asechanzas.
Dejó así el erotismo de ser espontáneo juego que una constitución rebosante de salud reclama en tributo a la vida, juego que en los rituales de la fecundidad enlazaba con los enigmas del culto a la Madre Naturaleza, para, desde la perspectiva de la nueva fe ser tildado de perversión abyecta, de execrable vicio con el que Lucifer mortificaba y tentaba, entre azufrados vapores, las almas piadosas del creyente.
Y a partir de entonces se cubrió a las estatuas helénicas en previsible zona pélvica con una pudorosa hoja de parra que, en contra de lo que se buscaba, hacía que la mente imaginara lo que de manera tan obvia y torpe se pretendía hurtar al ojo del contemplador; y el hipócrita santurrón, entre misa e incienso, entre genuflexiones y plegarias, dio pábulo a que de la lascivia contenida, de la represada lujuria, del preterido instinto sexual, germinase una nueva manifestación antes inexistente de morbosa y obscena tesitura: la pornografía.
La pornografía es la otra cara de la moneda puritana. Sin conciencia de estar chapoteando en el lodazal de lo prohibido la imagen pornográfica dejaría de ser apetecible. Y aunque el mundo se ha secularizado, por lo que toca a la emoción seguimos respondiendo a los patrones de conducta de una moral que no ha sabido desprenderse, por más que de ella se mofe, de la noción de pecado y de los beneficios espirituales que -se nos asegura- brinda la disciplina de la continencia.
He aquí la razón de que la desnudez, no importa cuan casta se presente, no importa cuan inocentes atributos la acompañen, suele desatar lúbricos estremecimientos, reacción que es hábilmente aprovechada por el mercader de baratijas sensuales, ducho en lanzar el anzuelo a la turbia corriente de los deseos retorcidos, esos que por haber extraviado el camino de la espontaneidad y de lo natural y primario camino desprovisto de malicia y ajeno a la culpa- jamás podrán hallar satisfacción.