POR LEÓN DAVID
Pornografía, obscenidad y erotismo no son de ayer. La historia del arte brinda claro testimonio, desde muy temprana fecha, del interés del ser humano en las urgencias de la sexualidad. Ahora bien, la preocupación por la libido que en ciertas épocas, como la nuestra, ha llegado a convertirse en verdadera obsesión suele manifestarse de dos maneras distintas, ejemplificadas por el objeto pornográfico, en un extremo, y por la creación erótica, en el otro.
En efecto, erotismo y obscenidad no son la misma cosa; y no debemos de ningún modo, siempre que curemos de derramar luz sobre la cuestión que nos ocupa, confundirlos.
Para empezar, arte y pornografía han de ser considerados realidades incompatibles. Esto es, que cuando lo pornográfico impone su hegemonía, el valor artístico deja de existir; así mismo, cuando las cualidades artísticas predominan, la obra, por escabrosos que nos parezcan sus motivos, jamás deberá ser calificada de obscena o pornográfica.
De hecho, la primera y principal pista hacia la correcta solución del problema surge cuando nos percatamos que lo que contribuye a definir algo como pornográfico u artístico no es el tema, no es primordialmente el contenido de la representación en sí mismo, sino la manera como el asunto ha sido figurativamente desarrollado desde la perspectiva de la mimesis.
Lo torpe, ofensivo, impudoroso y soez no podría ser nunca la sexualidad, ni siquiera la genitalidad. Pues a nadie se le oculta que el vicio y los impulsos desviados o morbosos han encontrado en no pocas ocasiones la manera de hospedar legítimamente en el terreno artístico. No hay circunstancia, por cruda que pueda lucirnos, a la que el toque milagroso del arte no pueda ennoblecer; para ello bastará que el elemento obsceno sea absorbido y, por decirlo así, anulado merced al espesor de las mediaciones formales del entramado estético que el autor consigue plasmar.
Todo arte estiliza y modifica lo real; todo arte tiende a construir un orbe de fascinante coherencia que, de uno u otro modo, se añade y contrasta con la experiencia cotidiana; orbe evocador que, al ser contemplado, eleva y espiritualiza; en otras palabras, el arte intensifica en cada uno de nosotros el halagüeño sentimiento de la dignidad insobornable del ser humano.
Nada de lo que acabamos de apuntar ocurre con el producto pornográfico. La pornografía se complace en poner de relieve una idea degradada de la sexualidad; la intención que la anima se satisface torvamente con la opacidad agresiva y las más de las veces enfermiza de un llamado al instinto, lo cual genera, a semejanza de la droga, una adicción que aparta de esos valores superiores que ninguna sociedad civilizada podría preterir sin desbarrancar al individuo por los precipicios de la bestialidad.
Lo obsceno es siempre directo y sin tapujos: un remitir al sexo y su mecánica de manera cruda y brutal con el único propósito de excitar la lujuria. Cuando entre el tema sexual expuesto en la representación y quienes lo contemplan no se interpone el tamiz de la personal visión del artista; cuando la gimnasia carnal no deja nada a la imaginación y no se integra dentro del contexto de otros conjuntos significativos que den origen así a un tejido fabulístico rico, evocador y ramificado; cuando la imagen se utiliza exclusivamente como afrodisíaco, entonces el arte no encuentra resquicio por donde aflorar.
Sin embargo, si a pesar de que insista en arrastrarnos al dominio del sexo, ha logrado eludir la trampa de transformarse en distorsionado acicate substitutivo de la lascivia; si propone el autor una interpretación cuyas connotaciones y símbolos nos sitúan más allá de la estrechísima y árida esfera de lo genital; si la región a la que el creador nos encumbra no admite ser provechosamente visitada sin cierto distanciamiento emocional en virtud del cual recobra la sensualidad sus fueros en alas de la fantasía, entonces estamos no creo que nadie se atreva a discutirlo- ante una representación erótica, válida en el plano estético, que no debe ser confundida con los indigentes y comerciales productos pornográficos.
El éxtasis suscitado por los primores expresivos de una Forma soberana que se impone a todos los demás valores que la substancian aunque no por ello estos últimos desaparezcan- es la única reacción que la obra de arte aspira a desatar en el espectador.
En contraste con la plenitud deleitosa de dicha experiencia, el placer que el objeto pornográfico proporciona es de mostrenca catadura; no puede parangonarse con el embeleso de raigambre estética ya que el cometido de la pornografía es provocar excitación lúbrica que, dado que no consigue desahogarse en la fuente que la origina, se torna viciosa, reiterativa y aberrante, síntoma inequívoco de una grave afección del alma que hace estragos en los días que corren y que, lejos de levantar hacia las transparencias de la belleza artística, sumerge al individuo en la sordidez de un menesteroso sucedáneo del onanismo y la fornicación.