Tiene razón de ser la Defensoría del Pueblo, establecida constitucionalmente para abrirse a las demandas y denuncias de ciudadanos en diversa situaciones y asumir sus causas ante los recursos del poder y prestadores de servicios a la comunidad.
Una herramienta contra la insensibilidad y las desidias que en nada sorprende que puedan anidarse en entes públicos y privados de trato con mucha gente de a pie y sin influencias ni padrinazgos para lograr respuestas a sus males cotidianos.
En los hechos ha existido siempre la abogacía de “oficio”, hoy llamada Oficina Nacional de Defensa Pública para asumir casos en los tribunales de la República de las personas incriminadas que no tienen con qué pagar auxilios jurídicos enfrentando incluso la actuación de los fiscales.
Lo esencial es dotar de voz a quienes tradicionalmente encuentran oídos tapiados y a aquellos de bolsillos pelados que no logran entrar a los bufetes de letrados para contratar representaciones ante los jueces a que van a parar.
La entereza y una transparente desvinculación de supremacías gubernamentales, económicas y políticas con las que a veces tiene que lidiar la gente común y corriente deben destacarse como prendas en los elegidos para contraponerse a las desdichas de los débiles. Lo demás ha de venir por añadidura bajo el escrutinio de la opinión pública.
Vale que el Estado sufrague demandar soluciones a problemas de los marginados.