“Lo último que uno sabe es por donde empezar”,
Blaise Pascal.
Creo en Miguel, mi hijo, porque siempre tiene frío, porque camina por paisajes que se repiten y encuentra algo nuevo. Creo en mi madre porque mientras pasa el tiempo su mirada es más joven, porque me perdona aunque no quiera perdonarme. Creo en ese que me ama, porque aunque la puerta esté cerrada, la tumba, se queda y se duerme, porque me trae devuelta a mis sueños y es mi traductor en el mundo de la felicidad, ese mundo que no entiendo, porque vivo en el de los infelices.
Creo en la música porque es el acueducto de mis heridas, las transporta a donde deben ir. Creo en mi cuerpo porque me ha enseñado a escuchar. Creo en mis lágrimas porque me sacan de las transacciones comerciales y porque nunca han sido aburridas, cuentan las historias más increíbles. Creo en mi dolor porque depila mi corazón y de un tirón me saca la soberbia de encima. Creo en mi locura, me hace ser quien soy, porque mi locura no es franquiciable y, sin embargo, se cotiza alto en Wall Street.
Creo en Uma, mi hija, porque mientras habla por teléfono con sus amigas camina por la casa, sus pasos y su voz son la melodía me recuerda que todo estará bien. Creo en el próximo extraño que con certeza, me hará sonreír. Creo en Ava, mi hija, porque nunca se cansa, es mi gran maestra en el oficio de ser persona, porque no le gusta dormir, porque nació el día del sol, porque es el fuego y el agua, porque no sabe recibir, sólo dar.
Creo en los amigos que entran a mi vida para sacudirla, que no me venden nada, porque en sus reproches hay una esperanza, los que no traen a la conversación “lo que es correcto”. Creo en las ilusiones, porque siguen su vigilia calladas y nos atrapan por más que tratamos de huir de ellas. Creo en mi sudor, mi balanza para equilibrar alegría y amargura. Creo en el swami, mi profesor de yoga, porque la primera vez que me vio, lo que vio fue belleza y nunca cambió de opinión, entonces me lanzó a la tierra de la confianza y en esa tierra uno respira sonriendo.
Creo en los hacedores, esos que se quitan la comezón de dentro, convirtiendo en hechos todo lo que les pica el alma, porque me inspiran. Creo en el mar, porque se parece a las abuelas, porque contienen todo lo necesario: sol, sal, olas, viento, arena. Inmenso, inagotable, imprescindible. Creo en mi padre, porque me regaló su boca, sus ojos, su locura, porque me hizo saborear la inconformidad y, desde entonces, soy una buscadora y nada es suficiente.
Creo en la palabra «tesoro», porque nadie olvida el día en que encuentra uno. Creo en mi voz, porque me sostiene, es mi paracaídas, mi salvavidas, porque no tiene miedo.
Es lo más difícil empezar, cambiar el rumbo. Es lo más difícil decir adiós, también lo es dar la bienvenida, por eso siempre queremos creer y he aprendido a creer en mí y en mi inabordable voluntad de seguir adelante. Es eso lo que me hace levantarme, aún con el más cortante de los cuchillos atravesado en el medio de mi corazón mientras sigue latiendo, esta mi gran historia de amor: yo y todas las que soy. Es la fe en nosotros mismos, la manifestación misma del amor, es la vida besándonos. NAMASTE.