Como todos sabemos, el dolor es el síntoma más común cuando se acude al médico; y según la Real Academia Española, el dolor se define como “la sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior”.
Pero resulta que de lo que quizás no teníamos mucha conciencia, dejando a un lado esos paradigmas que arrastramos de si son ñoñerías u orgullo, la realidad es que cada persona no solo percibe el dolor de forma diferente, sino que cada uno de nosotros puede percibir el mismo tipo de dolor distinto dependiendo de las circunstancias.
Según estudios, todo apunta a que el dolor sea una experiencia compleja, definida por tres dimensiones: la dimensión sensorial discriminativa que nos facilita identificar, caracterizar y localizar el dolor en el tiempo y el espacio; la dimensión cognitiva, el concepto de dolor, que está modificado por nuestra experiencia previa y la educación; y la dimensión psicoafectiva, motivacional, que explica nuestra respuesta emocional al dolor y mueve a la toma de decisiones.
Es preciso destacar que la percepción de salud y las diferencias individuales en cómo lo asumimos, suelen derivarse de un cúmulo de complejas interacciones en las que se vinculan agentes psicosociales, ambientales y genéticos.
Según han determinado, el dolor aunque no pueda ser reconocido como una enfermedad al uso, como lo son las afecciones cardíacas o la diabetes, está causado por la misma asociación de factores, y por eso es que las experiencias dolorosas que vivimos a lo largo de nuestra vida están influidas por un conjunto de genes que nos hacen más o menos sensibles al dolor, pero nuestro estado físico y psicológico, las experiencias previas (especialmente las traumáticas y dolorosas) y el entorno en el que nos encontramos pueden modular nuestras respuestas.
Los factores psicológicos, como la ansiedad, la depresión, la ira y la personalidad, desempeñan un papel importante en la percepción, modulación y mantenimiento de la sensación dolorosa. Por lo que da a entender que cada persona afronta el dolor de un modo diferente, según su personalidad.
Diversas estimaciones han reflejado que más del 60% de la variabilidad en la tolerancia al dolor proviene de factores hereditarios, o sea, genéticos, como el temperamento, el color de pelo o el tono de la piel.
Aunque nos resulte difícil de creer a las mujeres, la realidad es que con relación a la percepción del dolor asociado al género, (por lo menos en España) un estudio realizado reflejó un ligero predominio en las mujeres (52%) frente a los hombres (48%). Y todo, porque el mismo depende de factores como su mantenimiento y respuesta al tratamiento: la personalidad del paciente, el momento vital, sus relaciones con otras personas, el sexo y la edad, el nivel cognitivo, los dolores previos y el aprendizaje de dichas experiencias, el nivel cultural, intelectual y educacional, y el ambiente que nos rodea.
Se ha vuelto elemental en gran parte del mundo, por los altos costos en salud que el mismo provoca, lograr entender mejor qué es lo que hace que las personas sean más o menos sensibles al dolor, para de este modo llegar a ser más certeros a la hora de conseguir reducir el sufrimiento mediante el desarrollo de tratamientos personalizados dirigidos a paliarlo a la vez que minimizamos los riesgos de mal uso, tolerancia y abuso de los tratamientos actuales.
Pero todo esto, arraigado a la concientización de que la efectividad del mismo es un proceso complejo que incluye aspectos fisiológicos, psicológicos y socioculturales con el fin de incrementar la percepción de control del dolor por parte del paciente y modificar, en ciertos casos, las creencias en torno a su condición y a su enfermedad por parte de sus familiares y allegados, de manera que se pueda incidir favorablemente en la calidad de vida del paciente y su familia.