Escribir: una ocupación sin importancia

Escribir: una ocupación sin importancia

POR LEÓN DAVID
Apreciado lector: he creído percatarme de que algunos escritores de mi casta y solar, (no exentos, por lo demás, de méritos literarios), adolecen de la excentricidad de suponer que su labor, escribir, es importante. A veces hasta me asalta la perturbadora sospecha de que se vean a sí mismos como grandes pontífices, suerte de gurúes intelectuales cuya misión estribaría en orientar por derroteros promisorios la vida cultural de sus conciudadanos. Y con absoluta seriedad y abnegado profesionalismo escriben, escriben, escriben…

 Carezco de elementos de juicio para sostener que el a priori espiritual que les induce a emborronar cuartillas y que sin duda influye tanto en su estilo como en sus ideas, no tiene pies ni cabeza. Lo único que acerca del punto en cuestión me arriesgaría a confesar es que, en ocasiones, su modo grave me aburre, su puntillosa corrección expositiva me desalienta y sus refinadas pero demasiado ostensibles muestras de erudición me hacen fruncir el entrecejo.

 ¿Qué motiva en mí tales reacciones? Acaso lo primero y principal es que he arribado a la melancólica certidumbre de que escribir no tiene la menor trascendencia. Compruebo, en efecto, que la palabra se ha devaluado en grado difícilmente superable, que la gente siente lo que no dice y dice lo que no siente, que el discurso encubre la verdad de la existencia con vistoso ropaje, que, salvo contadas excepciones, diera la impresión de que los escritores se expresaran por el simple placer de escuchar con embeleso narcisista la retórica sonoridad de las frases que acuñan, en fin, para no fatigar al que ha tenido el antojo de arrimarse a estos renglones disconformes, no percibo ningún indicio que me haga conjeturar que lo que aquí estampo o lo que ajenas plumas consignan contribuya de forma inequívoca, consistente, sistemática a desbrozar para nuestros semejantes –lectores asiduos u ocasionales- vastos e inexplorados territorios del pensamiento y la sensibilidad.

 Tal vez sea parejo convencimiento el que me impulsa a asumir el quehacer literario con cierta dosis de sonreído escepticismo. ¿Quién soy yo, al cabo y a la postre, para merecer la atención de nadie? ¿Quién puede asegurar que lo que reflexiono y publico gracias a la benevolencia de propicias deidades es más interesante que lo que Juan, Pedro o María –que no son escritores pero existen y piensan- son perfectamente capaces de concebir con sus propias neuronas?

 No; si de algo estoy cierto es que el oficio de Sumo Sacerdote de la cultura no me cuadra. No soy lo suficientemente serio, lo suficientemente crédulo, ni estoy lo suficientemente seguro de mí mismo como para pontificar, solemne y ceremonioso, desde la blanca tribuna  de la hoja de papel… Me falta profesionalismo; carezco de ese mínimo de atrevimiento discursivo que hace que el lector infiera que lo expresado es fruto de sapientes noches de insomnio y experimentación. Y sobre todo, no me mueve el deseo de pasar por importante, sabio y erudito. Sólo me interesa que tú, prójimo problemático que sirves de pretexto a las menos justificables hipótesis,  llegues hasta el final de estas deshilvanadas cavilaciones sin que los párpados te cierren los ojos y, quizás, hasta con ganas de seguir leyendo… Con el romo arado de mi descuidado espíritu sería intolerable fatuidad pretender cultivar el tuyo. No es mi meta orientarte. Lo más que puedo hacer y que hago, -no para satisfacer tu necesidad sino la mía-, es invitarte a que tú y yo nos avecindemos a la palabra a guisa de inocente entretenimiento, con el exclusivo propósito de dar testimonio de que ambos existimos y de que, querámoslo o no, no hay posibilidad ninguna de prescindir el uno del otro.

 Para alcanzar meta tan escasamente ambiciosa sobran las poses de maestro y nada tengo que hacer con púlpitos, podios o tribunas. Dejemos a los mandarines de la cultura, a los que todavía se empeñan en creer que su palabra tiene peso y entidad y que su verdad es la única aceptable, la poco regocijante tarea de aleccionar… Con que tú me leas, aunque sea para censurarme y burlarte de mí, me doy por bien servido. 

Publicaciones Relacionadas

Más leídas