Escritor sin soledad

Escritor sin soledad

Santa María de la Soledad es el nombre de un lugar soñado donde un amigo –ya fallecido– pretendía que yo me retirara a escribir un libro. Era un buen amigo; generoso, inteligente, interesado en todo cuanto pudiera mejorar la vida de los dominicanos. ¿Sobre qué temas escribiría yo ese libro hipotético, que ni siquiera tenía título? A mi amigo no le importaba saber acerca de que cosas trataría aquel libro. Le bastaba con que lo redactaría yo; esa era la garantía de la calidad del escrito. La hipertrofia de su afecto le daba la confianza de otorgarme “un cheque en blanco”. Repito que ni siquiera había un título que anticipara el contenido del texto.
–“Lo que tú necesitas es la soledad; estar solo bajo la protección de la madre de Dios; que es la suma de todas las madres del mundo”. Decía que los escritores eran “unos desamparados, casi huérfanos; sobre todo en estos países desordenados por el ron, el bongó, la arbitrariedad política”. El daba crédito a las afirmaciones de un joven atrevido, de lengua suelta e imaginación desbordada. Yo le decía que los escritores extranjeros no podían ayudarnos a entender lo que es esencial para los dominicanos. Ni James Joyce, ni Samuel Beckett, podrían servirnos de bastones estéticos o ideológicos.
Únicamente los escritores de nuestra propia lengua y cultura consiguen penetrar en los recovecos del hombre antillano. Joyce fue un dublinés regionalista y miope, con gran talento literario; pero, seguramente, incapaz de comprender la colonización española o la esclavitud de los negros en América. Samuel Beckett, otro dublinés atrabiliario, cuyo talento para destruir convenciones literarias en Irlanda no nos ayudaría a crearlas en Santo Domingo, donde no las hay. –“Para escapar del ruido y la necedad, crearás un caparazón hasta convertirte en una tortuga”.
Mi amigo estaba empecinado en que para escribir era necesario aislarse, entrar en ese ámbito privilegiado que él llamaba la soledad. No sabía que después de una hora montado en un tren no se escucha el traqueteo de las máquinas, ni la cháchara de los pasajeros. El pellejo de la tortuga es duro; la protege; pero adentro, la tortuga, viva y coleando, no pierde sensibilidad. Los escritores son animales muy parecidos.

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