Ese 9 de espanto y muerte

Ese 9 de espanto y muerte

Cuando defender la patria no era vergüenza sino compromiso, orgullo. Cuando la edad no importó para calzar las botas de la dignidad y atreverse a enfrentar a los invasores. Cuando la rabia vencía el miedo y no era infracción decir soberanía, sino deber y la bandera era adarga contra los usurpadores. Cuando la muchachada atendía el discurso bravo del coronel Lora Fernández, apostando a “la patria pequeña que se agiganta al enfrentar a la fuerza bruta de los Estados Unidos. Pero si grande es nuestro enemigo mayor es nuestro arrojo y decisión de salvar la patria y devolver limpia, sin manchas y bochornos, la dignidad de su bandera y la pureza de su escudo”. Era abril. Guerra y sangre.

Hubo un pacto para terminar aquello. Una firma para salvar la dignidad que congregó a los seducidos por la gloria, enmendar el agravio del 28 de abril. Rúbricas para conjurar el efecto de la violencia, apañada por los militares que se olvidaron de la historia y negociaron con el enemigo. La OEA auspició el acuerdo.

La desprestigiada organización omitió la Ocupación del territorio por 42,000 marines, disfrazados de Fuerza Interamericana de Paz, cuando alentó a los protagonistas de las partes enfrentadas a suscribir el Acta Institucional y de Reconciliación. Acordaron el inicio de la desocupación del territorio invadido, la renuncia de Caamaño Deñó y de Imbert Barrera, la designación de Héctor García Godoy, como presidente provisional, la salida del país de los militares constitucionalistas. El 30 de agosto, renuncia el presidente del gobierno de Reconstrucción Nacional, responsable de la sangrienta ofensiva contra los combatientes de la zona norte.

El 3 de septiembre, el presidente constitucionalista dimite. Caamaño proclama, frente a la multitud congregada en la plaza de la Fortaleza Ozama, designada mediante decreto, Plaza de la Constitución: “Porque me dio el pueblo el poder, al pueblo vengo a devolver lo que le pertenece. No pudimos vencer, pero tampoco pudimos ser vencidos”.

García Godoy, exministro de Relaciones Exteriores, del gobierno constitucional, presidido por el derrocado Juan Bosch, víctima del golpe de Estado, génesis de Abril, tenía la misión de organizar las elecciones. Su poder, exiguo, casi nulo. El uniforme vil todavía reinaba.

Hubo un intento de destitución, salvado con brindis y silencio. El 19 de diciembre, en Santiago, se demuestra, que no hay control y la intromisión continúa. La batalla del Matum es prueba irrefutable. El 22 de enero sale del país el coronel de Abril, convertido en Agregado Militar. Entonces, febrero todavía era temprano. Quedaba el humo, también las heridas, las cruces y los tanques. Quedaba la imbecilidad del mercenario, que no sabe dónde está ni por qué. Obedece, mata y ocupa.

Pero ya nada podía ser igual. Estaba el coraje regado y el grito que no transa. El 9 de febrero de 1966, estudiantes de liceos y universitarios, se reunieron frente al Palacio Nacional. Esgrimían como armas sus lápices. La mayoría imberbe, reclamaba la vigencia de las conquistas para la transformación de la educación superior.

Pedían que las tropas apostadas en escuelas terminaran el ultraje, la erogación del subsidio y el reconocimiento de las nuevas autoridades de la UASD. Estaban los representantes de los grupos estudiantiles, con nombradía y aval. La algarabía aumentó cuando Palacio decidió recibir a Carlos Dore Cabral, Romeo Llinás, Diómedes Mercedes, Amín Abel. Orgullosos, asomaron después de la reunión. La destreza de Dore salvó a Llinás de la primera ráfaga. Comenzó el tableteo. El susto arrebató la adolescencia.

El asombro de la muerte los hizo adultos. Aquel instante quedó grabado en la indeleble memoria del espanto. ¿Quién dispuso ensangrentar la inocencia de Amelia? ¿Quién conforta a Tony Pérez y a Brunilda Amaral, cuando mueven las ruedas de sus sillas porque el abuso sacrificó sus piernas? Nadie explicó ni pidió excusas. No hay responsables. Queda el inventario de heridos y muertos y una patria sin juglares para reconocer valientes.

 

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