Ese insignificante siervo del señor

Ese insignificante siervo del señor

(A Yenifer Zorrilla, por su fe)
Siempre al inicio de la Semana Santa suelo leer textos de pensadores cristianos, y anoche comencé a releer a Fray Ramón Pané, el más humilde de los frailecitos venidos al Nuevo Mundo. Colón lo trajo porque era “entendido en lenguas”, y le encomendó aprender la de los aborígenes.  Pero tan insignificante era su humanidad  dolida que el padre Bartolomé de las Casas describiéndolo casi lo esfuma.

Cuando hablaba de sí mismo decía:  “Yo, Fray Ramón Pané, pobre ermitaño de la orden de San Jerónimo”; y lo decía en un susurro que el vuelo de la humildad cristiana hermanaba con la compasión de los desventurados que eran el objeto de sus estudios.  Y uno lo siente llorar, en la enunciación que convoca la palabra escrita, cada vez que la observación  sacaba a flote la inocencia de un rito, el candor de una creencia pagana, que sin embargo, llevaba irremediablemente  a la muerte.  Desde el segundo viaje del Almirante, en 1493, se fue a vivir con los macorijes, en un corral inhóspito desde el que observaba los ritos religiosos, los cánticos, las celebraciones, los hábitos alimenticios, las formas desconocidas de la interactuación social. Poco a poco penetró los sonidos y el significado de esa lengua natural, aprendió ideas sobre la formación del  mundo e identificó en el Dios de los paganos no a la cruel deidad endemoniada del mal, sino la silvestre respuesta de los hombres y las mujeres a los miles de enigmas que la vida y la naturaleza encierran. En el credo de amor con que se rodeó, fue eso y mucho más.

Enseñó, es cierto, quizás el primer maestro del mundo americano fue él, pero sobre todo aprendió. Su breve crónica “Relación acerca de la antigüedad de los indios” , es la primera observación participante de la etnología y la antropología americana, y el más rico testimonio de las maravillas de una visión del mundo todavía adánico, natural, preso en el asombro del génesis. La influencia  de este libro en la literatura dominicana contemporánea se puede ver  en el libro de Juan Bosch “Indios”, y en el texto de Marcio Veloz Maggiolo “De donde vino la gente”. 

Desde la lengua labró su heroicidad, esculpió sonido a sonido el frágil universo de los precolombinos de esta isla, pidió excusas por lo limitado de su saber, alejándose con rubor de la recompensa material, con palabras que lo retratan de cuerpo entero: “Esto es lo que yo he podido saber y entender acerca de las costumbres y los ritos de los indios de la Española, por la diligencia que en ello he puesto. En lo cual no pretendo ninguna utilidad espiritual ni temporal. Pluge a Nuestro Señor, si esto redunda en beneficio y servicio suyo, darme gracia para poder perseverar; y si ha de ser de otra manera, que me quite el entendimiento”.  Y al final de la obra, con el corazón descalzo, quien sabe si temblando de indignación, deja sus señas particulares: “Fin de la obra del pobre ermitaño Ramón Pané”- dice.

Quizás la épica más destacable del proceso del descubrimiento, Conquista y Colonización, la protagonizó la lengua castellana. En cierto sentido, la aventura de la lengua es la única cuya grandeza no se puede poner en duda. En su corral inhóspito de los macorijes, Ramón Pané erigía la epopeya de sí mismo desde la lengua. Sus indios boquiabiertos sufren con él la nada y el olvido. Tanto fulgor, tanto oro rutilante acarreó la Conquista, frente a los ripios de su sotana sucia, que hoy son una ofensa en la eternidad de las eternidades. Y en la Semana Santa casi duele llamarlo como él mismo se llamaba: “Ramón, pobre ermitaño, insignificante siervo del Señor”.      

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