Y mientras se prepara el debate, mientras se escribe el libreto para enfrentar a los candidatos. Mientras la parcialidad ensaya actitudes ante las cámaras, para imponer una práctica, propia de la cultura política de otros lares, pero que la minoría anhela y su tesón conseguirá. Mientras van y vienen los detalles para enfrentar los gallos, un sector de la inteligencia dominicana pretende reeditar un careo antiguo. Usa argumentos y armas similares a las esgrimidas durante otro período, cuando un manifiesto de Torres Saillant puso encima del fogón los pudores de los protagonistas de aquel momento. El académico, además de criticar un galardón concedido al vicesecretario de Cultura de entonces, decía: La dinámica en que se desenvuelve la intelectualidad dominicana le exige vivir en relación de subalternidad con el poder. Su complicidad es difícil de superar debido a la inexistencia de una economía del saber independiente. La dependencia no es sólo de la nómina pública, también de las ONG, de organismos internacionales, de las empresas y del trajinar de la docencia. Es el mismo dime que te digo. Es el pasado redivivo, el recuento de sacristía y represión, de tufo trujillista y embate contra Balaguer. Los pendientes de una generación que afloran cuando conviene. La exhibición de epopeyas descritas por los protagonistas, sin testigos. Acostumbrados a soliloquios rimbombantes, a diálogos sin contradicción, a desafíos que por conocidos no entusiasman. Menos que culpa, es el hartazgo que propician las cabriolas, esa elocuencia vana de la imputación sin techo, porque los cristales fueron apedreados antes y sólo el olvido permite no encontrar los vidrios rotos. Es menos que más de lo mismo, es lo mismo. Atisbo de confrontación sin garra y con el decoro atenazado porque las mieles del poder fueron probadas. Unos se empalagaron, otros, intentaron que el panal rindiera para los acólitos de siempre, esos que saludan la arrogancia y el desprecio por todo lo que no se ciña a su razón. Cada uno estuvo y gozó, cada uno anduvo por los pasillos de la burocracia. Reinan en su excluyente olimpo. Difunden sus leyendas, la escaramuza barrial, aquel logro de leer más que nadie, cuando el libro era un arma para vencer el autoritarismo que recrean cada día, sin riesgo de muerte o de prisión, desde la cárcel de sus prejuicios y de una egolatría demencial. Absortos, después que la utopía se transformó en política real y ninguno ha estado ajeno. Atrapados en la quimera de jugar a ser mejores, con alardes grandilocuentes de cabaret y cafetería, de amago de ternura que la jactancia impide. Cultores del zafio atrevimiento de esquina, conscientes de la imposibilidad de trascendencia. Conformes con esa fama que otorga la complacencia de la amistad y el apañe, y hoy, la connivencia de un tuit o el halago fortuito que propicia el interés electoral. Conveniencia que coloca bajo el palio de ocasión a una figura, para mostrarla como camafeo. Opción sin peligro, porque conocen el inconveniente de refutación y la comodidad del silencio. Mutismo propiciador de altares, necesarios para el embiste.
No hay ardid, ya el tiempo enturbia la ostentación de probidad. Esa exhibición de virtudes que sonroja. Sólo salva la desmemoria, el afán de ocultar y la irresponsabilidad de no buscar archivos por miedo al cotejo. La contemporización permite todo, avala la amnesia. Encubre sin consecuencia. Líderes de opinión prefieren seguir de largo, negados a recordar el talante de los protagonistas de una gresca pasajera. Cuánto manejo torpe, aupado por historietas de zaguán y aplauso de madriguera. Cuánta vanidad enredada en sílabas, en despotrique innecesario. Añejo el pleito como insustancial. No se trata de Julien Benda, es un ajuste de cuentas, el inútil intercambio de agravios personales. Pasará el 15 de mayo y la reyerta tendrá el refugio de la mecedora, testigo del naufragio del pensamiento criollo, de la manipulación vil y el acotejo. Los menos enterados apostarán a uno, los otros a ninguno. Y continuará el espectáculo.