Ese no soy yo

Ese no soy yo

Mucho tardó la reacción de un puñado de políticos defendiéndose cada uno a su manera de la homilía en que monseñor Juan Antonio Flores Santana define a los políticos como “el peor flagelo” que afecta al país.

Ahora parece que a nadie le entalla el traje y que la afirmación, por falta de blanco en qué impactar, recaerá sobre nadie.

Creemos que monseñor Flores Santana no se refirió al comportamiento y conducta individual de un político en particular, sino al estilo que de manera colectiva exhiben ante los problemas más graves del país.

Ninguno en particular admitiría irresponsabilidad ante los problemas acumulados por el  país a través del tiempo, pero todos, por comisión u  omisión, tienen altas cuotas de responsabilidad en esto.

Ninguno admitiría que desde la oposición ha vivido  en permanente cantaleta tratando de descalificar al gobernante de turno, como si se tratara de un rito sucesoral inviolable e inevitable desde el que hay que repartir culpas ajenas.

La corrupción, madre de todas las calamidades de este país, no tiene autores ni culpables, ni quienes se hayan hecho de la vista gorda cuando les ha tocado desempeñar posiciones de autoridad, cuando han debido combatirla.

Desde luego, nada de esto nos da calidad para presumir que alguno de nuestros políticos debe reaccionar con un mea culpa ante las afirmaciones de monseñor Flores Santana y libre Dios a cualquier mortal sin la autoridad pastoral de este obispo emérito de cometer la osadía de decir las cosas que él ha dicho desde un púlpito.

Ante el pastor, por lógica elemental y resguardo proselitista, a nuestros políticos solo se  les ocurre decir: “Ese no soy yo”.

Por la excelencia delictual

Sin premeditación ni alevosía, hoy nuestras dos notas editoriales están basadas en intervenciones, separadas valga decir, de dos pastores de la Iglesia Católica.

Y es en esa  virtud que consideramos acertada y puntual la denuncia que formula fray Arístides Jiménez Richardson, en el sentido de que a los presos no se les paga por los trabajos que realizan en prisión.

Aparte de que se viola la ley al no pagarles a los presos los trabajos que hacen, esta práctica contradice la filosofía de la terapia ocupacional de los reclusos, pues con ella se pretende enseñarles que hay formas sanas de ganar dinero sin ensuciarse las manos.

Al recluso que se le hace trabajar y no se le paga, se le está enseñando un método de engaño, una modalidad de delito que, a lo mejor, no forma parte de la  “currícula” que le ha hecho ir a parar a la cárcel.

La terapia ocupacional en los recintos penitenciarios persigue objetivos nobles que no pueden ser ensuciados con el engaño o el escamoteo de derechos.

Además de violar, como afirma fray Jiménez Richardson, la ley 224 del año 1984, el engaño a los presos supone una sanción adicional a la que pudiere haberle sido impuesta por un tribunal cualquiera, lo que viola un principio jurídico que establece que nadie puede ser castigado con penas o métodos ajenos o contrarios a los que establecen las leyes.

De manera que la denuncia en cuestión supone una tarea para la Dirección General de Prisiones y la propia Procuraduría General de la República, para establecer las responsabilidades de lugar y sancionar a quienes, en vez de regenerar a los presos, los están empujando a optar por lograr la excelencia delictual.

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