Ese sabroso reencuentro

Ese sabroso reencuentro

“Mamá, mamá”, dice una vocecita segura que sale de unas infantiles cuerdas vocales. Es Malcolm, apenas se distingue su diminuta figura entre la multitud que espera la llegada de los suyos. Su madre logró “arreglar los papeles” y se marchó cuando él cumplió dos años.

La mujer no pensó mucho, con veinte años, sin trabajo y un marido preso, la solución estaba en “lo paíse”. Malcolm la reconoce, la ha visto en fotos y no puede evitar pronunciar el “mamá” que sólo ha dicho a través del teléfono. Detenida, entre la muchedumbre, una joven y voluptuosa mujer, con un enorme moño, unas gafas que le cubren la mitad del rostro, una blusa que no logra tapar el ombligo, arrastra dos maletas inmensas, aprieta un enorme oso de peluche y espera algo con la mirada. Ella no reconoce la voz, ni la figura del hijo, es la abuela que le dice: míralo ahí. Suelta el equipaje y confunde en un abrazo oso y muchachito que sin saber porqué, cambia la sonrisa por el llanto.

Estampas como esa se suceden. La multitud comparte la emoción del reencuentro, la rendición de cuentas, qué traje y qué dejé, pa dónde vamos, comenzó la fiesta. Ningún lugar más idóneo que cualquier aeropuerto nacional para ponderar la emigración, elemento ineludible del ser nacional. Identidad que marca, persigue, determina la dominicanidad, aquí y dondequiera.

La alegría y la tristeza se confunden. Las lágrimas esconden nostalgias y certezas. El gentío que parece inmóvil, ocupa el área de recepción del aeropuerto Internacional de Las Américas. No hay un centímetro libre, hasta los peldaños de las escaleras están repletos. El reencuentro será sabroso a pesar de informes trágicos, de esas malas noticias que no esperan.

Una composición de la colombiana Esther Forero, interpretada por Milly Quesada se ha convertido en himno de los dominicanos residentes fuera del país. Cada navidad sus letras acompañan el reencuentro y describen la ausencia. Cada navidad y fin de año, su emotiva repetición confirma que la dominicanidad está también en esa mezcla de adioses y bienvenida. Juanita vuelve con esa maleta cargada de lejanía para reencontrar a “su gente y a su pueblo”.

También contiene el canto, aquel juramento vano, la promesa de jamás volver a la tierra ni al barrio. Desechar callejones y desengaños. Pretender conjurar la derrota del alma con el desarraigo, creer que el exilio de afectos y cotidianidad consigue olvido. La promesa del desespero, la huida tras aquello que se pretende encontrar y que no se ha perdido. El deseo de emprender, hacer algo, imposible aquí.

Partir es riesgo, lance e incertidumbre, también esperanza y reto. Asumir que la población dominicana pasó de hija de los barcos a nieta de los aviones que aterrizan y despegan con esa carga híbrida, con ese sincretismo que determina actitudes y estilo de vida, es tarea pendiente.

Somos de aquí y de allá. Más que nunca y para siempre. Es impostergable la evaluación de ese ser dominicano gestado fuera de las fronteras difusas e insondables trazadas encima de la inmensidad del agua.

¿Qué somos allá y cómo se conforma el ser dominicano entre los baseman y el vapor del subway, entre Lawrence y Washington Heights, Jamaica Plain, Aravaca y Zurich, Milano y Hamburgo.

La importante emigración nacional configura una identidad muy distante de la que imaginamos y, cada vez más, se sienten los efectos de esa disímil composición vernácula, creada por los descendientes de aquellos que trabajan, desde hace dos y tres décadas, en EUA y en las ciudades europeas. Familias biculturales, familias monoparentales, familias cuyos integrantes sólo ha convivido con uno de sus progenitores, familias sostenidas emocionalmente por las abuelas y parientes colaterales, es contexto insoslayable para explicar comportamientos y transformaciones.

Entre ofertas de sancochos y asopaos, romo y empanadas, viva el Licey y es a gozar que vine, está la historia de centenares de compatriotas, responsables de una transmutación. Es tiempo de saberlo.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas