Esos misterios del proceso penal

Esos misterios del proceso penal

 CARMEN IMBERT BRUGAL
La crónica roja consigna, cada día, la comisión de crímenes y delitos. Un obrero descuartiza su conviviente, una mujer prostituida apuñala a un usuario, un niño criado entre cerdos y gallinas, es estuprado, una anciana residente en un paraje despoblado, es víctima de un robo con violencia y fallece después de haber recibido golpes y heridas. El interés se agota con el comentario de la noticia. Después nadie investiga el destino de los autores o de las víctimas sobrevivientes.

Para conocer la esencia y el futuro de un colectivo es imprescindible saber el tipo de infracción que cometen los ciudadanos, la frecuencia de la actividad delictiva y seguir con atención el desenlace del proceso desde que la acción pública es ejercida.

Alguien tendrá que investigar las peripecias del proceso penal contemporáneo, la historia de sus entresijos. La investigación podría comenzar escrutando lo que algunos cometen el desliz de bautizar como “procesos importantes”. Esa categoría es asignada por el origen social de las personas involucradas en el hecho penal, la catadura de los profesionales que intervienen y, naturalmente, la vigencia en los medios de comunicación.

La indagación permitiría ponderar la fortaleza o debilidad de los poderes públicos. Conocer cómo y porqué se inició la causa, los pormenores de su desenlace, los detalles del encierro, si ocurre, el decurso de la vida de agraviados, testigos, peritos, cómplices, durante y después del proceso. Y, quizás lo más importante, ¿cómo urdieron sus estrategias, defensores y representantes de la parte civil? ¿Cómo trabajaron los funcionarios encargados de investigar, instruir, juzgar?

En la memoria de penalistas, jueces, fiscales, oficiales de la Policía Nacional, está el registro de circunstancias que fueron determinantes para la obtención de los fallos. Empero, su divulgación queda en alguna conversación, en la mención durante una cátedra o en el indicio comentado de manera incidental. Aprenderían expertos, profanos y autoridades, con el relato íntegro. Ganaría el poder judicial y el ministerio público, si se conocieran esos misterios.

 Tal vez no se ha hecho por temor a revelar la fragilidad institucional. El resultado expondría, sin reparos, cómo el sistema judicial acepta extravagantes y peligrosas estratagemas, con la finalidad de satisfacer a un cliente, aumentar el prestigio profesional, demostrar poder y ridiculizar al aparato represivo del Estado. Las funciones de los actores del proceso no son similares.

Los más duchos yerran cuando intentan igualarlas. Aún en sociedades como la nuestra, mediadas por las relaciones primarias, interdependencias afectivas que restan rigor a la labor pública, es imperativo conocer su alcance. Confundir el objetivo y la naturaleza del quehacer de los miembros del poder judicial y del ministerio público, con el compromiso y la faena del abogado, es desacertado. La confusión incide en la valoración y en la intención de fortalecer instituciones fundamentales para el desarrollo y la vigencia del Estado de derecho.

No es lo mismo un licenciado o doctor en derecho que un abogado y este profesional es distinto a un fiscal o a un juez. Asimismo, las diferentes especialidades determinarán las destrezas necesarias para el ejercicio de la profesión. Un penalista difiere de la persona dedicada a los menesteres civiles, comerciales o laborales. Existen abogados excelentes en cualquier materia, pero no es la norma.

El trabajo penal es más exigente por su despliegue. Las salas de audiencia son fragua. Es en el trajín del proceso penal que se adquiere principalía o se gestan derrotas. El enjuiciamiento es inolvidable por la actuación de quienes representan víctimas e imputados. La opinión pública recuerda sus nombres, señales, arrebatos e ignora la identidad de los magistrados. Sólo la permanencia en el cargo permite mencionar los aciertos de quienes escriben sentencias o dictaminan.

 La tarea del penalista no es filantrópica. Está lejos de la moralina. De ninguna manera esa condición resta un ápice a su importancia, tampoco lo exculpa. Ya lo dijo Dickens, “si no hubiera gente mala, no habría buenos abogados”. El reto es equiparar credenciales entre los ocupantes de estrados. Lograr que la astucia, el empeño, las argucias, propias de leguleyos, no amilanen la potestad y competencia de los tribunales. Conseguir que los organismos judiciales estén al servicio del proceso, del interés público, no subordinados a las órdenes de particulares. Parafraseando a José Martí, en el proceso penal hay cosas que se ven y cosas que no se ven.

Alguien develará los misterios, investigará. Lejos del cotilleo se sabrá cuánta sordidez acuna un juicio, el recuento de felonías amparadas por un contrato de servicio, cuán lábil son las instancias judiciales sometidas a la intimidación constante. Con datos, y no con fábulas, se dirá hasta dónde llega el poder privado en los procesos penales.

Cuan frecuente es la desaparición de testigos, los exilios involuntarios, la extorsión, la minusvalía de técnicos, los secuestros, la complicidad de funcionarios para modificar pruebas e incidir en las decisiones, fuera del ámbito jurídico. Será trascendente. El apotegma de Juan Rincón, cuando le preguntaron ¿quién mató al padre Canales?, tendrá otra dimensión. Y la población comprenderá entonces, porqué “la justicia”, en ocasiones, fracasa, incurre en faltas graves.

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