Esos pérfidos abrazos

Esos pérfidos abrazos

CARMEN IMBERT BRUGAL
Con su traje de dril, balanceando la mecedora hasta el mareo, esperaban el telegrama o la visita del enviado. Detenían su vida hasta que «el jefe» los perdonara o decidiera su inclusión en la nómina ignominiosa de los arrepentidos. No importaba la catadura de la humillación, el dolor, la pérdida o el riesgo. Estar cerca del régimen era mejor que nada. Aunque se tratara de un juzgado de paz en una comunidad preterida, un empleo en la oficina de correos de Jimaní… cualquier cosa mejor que sufrir la desafección de la tiranía. Entonces, si llegaba el perdón, volvían los amigos, los familiares, los hijos regresaban al colegio, los vecinos no cerraban las persianas, el bodeguero reabría el crédito, el médico curaba, el cura bautizaba. Cuarenta y cuatro años después, sin la amenaza de la muerte, la cárcel o el exilio, la genuflexión, en aras de una canonjía o del silencio, es un principio irrefragable en esta isla de contradicciones mayúsculas y de atraso secular.

Desde las flores que enviaban los sátrapas a los velorios de sus víctimas hasta la justificación contemporánea que pretende atribuir reconciliaciones entre adversarios, al deseo de construir una patria mejor, se repite el oportunismo para ganar adeptos. Sin normas ni propósitos. Con precio.

Es la historia del miedo y la impotencia, de la angurria y la mediocridad. La historia de un grupo atrapado entre los tentáculos de sus culpas y medianías, sin alas ni fuerzas. La historia del fingimiento, el espectáculo aplaudido de la falsía. Aquí hay plazos para la ofensa y el escarnio, cuotas para el ultraje. Siempre estará disponible el vértice perverso del abrazo, la esquina mugrienta de las transacciones. No es arrepentimiento ni excusa. Es perfidia pública para ganar algo cuando el decoro es barato y la ausencia de institucionalidad provee acuerdos y no sentencias.

Lejos del síndrome de la malinche o de Estocolmo, es la charlatanería como principio para pactar armonías rocambolescas. El protagonismo de los malandrines cuyo legado es la desvergüenza.

¿Cuál será la medida del denuesto para un personaje público dominicano?

¿Quién decide el ejercicio de la acción pública contra los supuestos autores de delitos y crímenes señalados de manera antojadiza y reiterada? ¿Cuál es el límite, si viudas, huérfanos, exiliados, encarcelados, difamados, buscan con desesperación un abrazo estruendoso, mediático y mendaz que permita el negocio con el causante de la mortificación o el peligro?

Aquí no hay demarcaciones éticas ni legales. El concepto de la honra es difuso, elusivo. No es rentable. El agravio provoca un insulto inmediato y después la cháchara. Isla de las deshonras opulentas y el disparate, de prestigios cenagosos con prontuarios delictivos como blasón.

Mientras continúe la vigencia de esa cáfila subordinada a la conveniencia y al afán conciliatorio para acallar responsabilidades, el país seguirá atado al sino trágico que lo persigue, con la decadencia que lo signa. El discurso de la modernidad no conjura esas miserias.

La intención de escribir una historia distinta existe desde hace cuatro décadas, pero ha sido imposible redactarla. Cada día la suma de vileza crece y entre azoramiento y confusión el colectivo acepta dictados inconvenientes. Vejatorios. La aspiración de la mayoría es ser como los detentadores del poder, tener sus privilegios, gozar de su impunidad. Lo consiguen a través de la política y la infracción. La alternativa no existe y la denuncia luce como quejido de la impotencia. Molesta.

Los pérfidos abrazos nacionales impiden un atisbo de decencia en la vida pública. No se trata de reivindicar rencores sino de redimir la indignidad.

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