España, 1898

España, 1898

R. A. FONT BERNARD
Durante los años 1810 – 1825, España comenzó a perder su Imperio colonial en el Nuevo Mundo. Sólo permanecían Cuba y Puerto Rico, de lo que fué, según la frase atribuida al Rey Felipe II, «el espacio geográfico donde no se pone el sol».

Cuba era, con mucho, la colonia más importante para España, porque, tras la destrucción de la economía de Haití, era la mayor productora de azúcar del mundo. Su contribución al tesoro español la hacía una posesión indispensable para la economía de aquella Nación.

Durante las guerras de independencia latinoamericanas, hubo cubanos que favorecían la Unión de los revolucionarios independentistas contra España, para liberar a la isla del dominio de la llamada Madre Patria. El año 1825, México y Venezuela planearon una expedición para asistir a esos revolucionarios, pero los Estados Unidos, temiendo que una Cuba independiente, conllevara el fin de la esclavitud, con su consiguiente repercusión en los Estados del Sur, dejó saber, que bloquearía cualquier movimiento que supusiese la liberación de la isla.

Un senador sureño, Jhon Benton, explicó en cierta ocasión, cual era la actitud norteamericana con relación a Cuba. «Nuestra Política hacia Haití, -dijo el Senador- ha sido invariable durante 33 años. Comerciamos con ellos, pero no hemos establecidos relaciones diplomáticas. Compramos y pagamos su café, pero no intercambiamos cónsules o ministros. La paz de once Estados de la Unión, no permite que los frutos de una triunfante insurrección negra, sean exhibidos ante ellos. Cuba y Puerto Rico deben permanecer como hasta ahora ha sido».

Hacia el 1838, unos trescientos ochenta mil negros habían sido llevados a la isla, para utilizarlos en la industria azucarera. Los Estados Unidos se estaban convirtiendo, no sólo en el principal mercado del azúcar cubano, sino además, en un importante mercado de sus productos manufacturados. «Cuanto más tiempo Cuba pertenezca a España -había declarado el Secretario de Estado John Quincy Adams- más madura caerá en nuestro regazo».

(Como lo confirmarían los acontecimientos de más de cien años después, Cuba se ha presentado para la política exterior de los Estados Unidos, en una considerable variedad de facetas: punto estratégico para su defensa (base militar de Guantánamo), vendedor y compradora de mercancías, área económica para su inversiones, y finalmente, campo de batalla ideológico).

Hacia el 1853, el presidente Pierce había prohijado una negociación para la compra de la isla, ofertando la cantidad de cincuenta millones de dólares, extendible hasta los cien millones. En la ocasión, se le explicó a España, que podría resolver sus problemas con esa cuantiosa cantidad de dinero. Francia había construido ferrocarriles hasta la frontera española, y España podría extender sus redes hasta Madrid, Sevilla, Málaga, y hasta Portugal. Pero, desde entonces los Estados Unidos, habían vuelto su atención hacia el interior del país. Los años 70 y 80 contemplarían la conquista del Oeste. La «frontera» había desaparecido, y el Oeste fue ocupado y puesto en explotación. Sería una nueva y dinámica generación, la que recobraría el interés por la posesión de Cuba. Fue la generación de los grandes inventores- Bell, Edison, Westinghouse y etc.- que con sus experimentos científicos, cambiaron la industria, y con ella, la vida del mundo. Los norteamericanos de los años finales del siglo 19, se habían familiarizado con el teléfono, la maquinilla de escribir, el ascensor eléctrico, la reproducción de las voces humanas y etc. Por lo que la vida comenzó a depender del acero, del petróleo y del transporte internacional. Los nombres de los Morgan, Carniege, Rockefeller y Vanderbilt, se sobrepusieron a los de los políticos, y se imponía por consiguiente, la expansión del comercio.

Por lo contrario, próximo a cerrar el siglo 19, España permanecía en un estado de nirvana, tanto en lo político como en lo económico. El pueblo español permanecía en la ignorancia, engañado sobre los acontecimientos, y sobre la gravedad del movimiento revolucionario cubano, lídereado por José Martí. E ignoraba además, la fuerza poderosa de los Estados Unidos, como el país que apoyaba el movimiento enmacipador.

Tal era la situación de España, cuando emergía, en agraz, la que luego se identificaría como «la generación del 98». Uno de los integrantes de la misma don Miguel de Unamuno, sería el autor de la obra titulada «El sentido trágico de la vida en los hombres y en los pueblos», una discusión de las relaciones entre la inmortalidad del alma, la existencia de Dios, y los deseos y opiniones que el hombre abriga, consciente o inconscientemente. Y aunque no perteneciente a esa generación, por su edad, don José Ortega y Gasset, está considerado, como uno de sus profetas. Fue él, uno de los que oyeron la voz del tiempo, yéndose a estudiar filosofía a Alemania. Llegó al rango de filósofo, dándole a España, uno de sus intelectuales más originales. Unamuno y Ortega, juntamente con su predecesor, Joaquín Costa, han de ser considerados, como los directores de la generación del 98 español.

El mensaje de esa generación procedió de una actitud crítica para un siglo de improvisaciones y errores, y determinada por la derrota, que privó a España de sus últimas colonias en el solar americano. ¿»Qué somos»? ¿»Qué hemos hecho»? ¿»Cuáles son los valores españoles que circulan por el mundo»?  ¿»Cuál es la huella que España ha dejado en la historia de la civilización»? Las preguntas precedentes, justificaban el clamor de Joaquín Costa, cuando recomendaba que se cerrase con siete llaves la tumba del Cid Campeador. «Lo que España necesita, clamaba Costa, es escuela y despensas». El «más vale honra sin barcos que barcos sin honra», exclamado por el Almirante Cervera, referido a la flota española destruida por los modernos busques de guerra de los Estados Unidos en la bahía de Santiago de Cuba, fue una reacción emocional. Con ella quedó sepultada la España Imperial, cuatro siglos antes dueñas de medio mundo. España había perdido el pulso.

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