Especulación no es sentencia

<p>Especulación no es sentencia</p>

CARMEN IMBERT BRUGAL
La muerte de un joven, supuestamente adicto al consumo de drogas ilegales, ocasionada por su padre, ha provocado diversos comentarios. Lejos de la rememoración de Saturno o de la obediencia de Abraham, la evaluación de lo dicho permite comprobar las contradicciones éticas del colectivo, la osadía de aquellos que, al margen de los dictados de la ley, se erigen en autoridad para condenar y descargar en el terrible tribunal de la opinión pública. Del mismo modo expone la reconocida fragilidad institucional nuestra y se reeditan las críticas a las facilidades que provee a los imputados la normativa procesal penal.

“La droga está acabando con la juventud -dice un parroquiano-. Bien hecho por ese hombre.” “Es mejor un hijo muerto que drogadicto” -comenta un vendedor de frutas-. “Ese es un maldito. Matar a su hijo y en su propia casa” -expresa una señora indignada-. “A mí que nadie me diga lo que tengo que hacer con mis hijos. Que suelten ese hombre.” -decreta el propietario de un colmado- “La justicia no sirve. El asesino y ya está en la calle” -asevera la recepcionista de un centro médico-. “Así si es bueno, matas y te mandan pa’ tu casa” -opinaba el vigilante de una gasolinera-. “Anjá, que se deje matar. El muchacho le dio un batazo. Hizo lo que haría cualquiera” -pontificaba una locutora-.

El homicida no podrá salir del país sin la debida autorización y deberá presentarse, los días 5 y 10 de cada mes, por ante el fiscal adjunto, encargado del proceso. Las medidas de coerción corresponden a lo previsto en el artículo 226 del Código Procesal Penal. ¿Significa acaso la decisión que el proceso penal terminó? ¿Equivale a un descargo la libertad del imputado? De ninguna manera.

Cuando la opinión pública se erige en tribunal los efectos son nefastos. El veredicto resulta un compendio de ignorancia y emotividad. Fue a la multitud enardecida que el Procurador de Roma, con asiento en Judea, solicitó escoger entre Jesús y Barrabás. Fue la vocinglería que decidió también el tipo de pena que debía cumplir el galileo. Con distintos matices, a través del tiempo, se repite la irresponsabilidad. Si el clamor de inocente o culpable se impone pierde el sistema judicial. Expone su fragilidad. Para contrarrestar la secuela es imprescindible la existencia de instituciones aptas, creíbles. Ajenas al cotilleo, a las presiones, conformadas por personas pendientes del cumplimiento de la ley y no de la antipatía o aceptación que produzcan sus dictados.

El “Estudio Diagnóstico sobre Calidad y Acceso de la Justicia Penal en RD”, realizado por Isis Duarte y Joel Arboleda, coordinado por la Fundación Institucionalidad y Justicia -FINJUS- y Participación Ciudadana, con el auspicio de USAID, revela que el 54% de la población “usuaria” le asigna “ninguna credibilidad” a los servicios judiciales y del Ministerio Público. En consecuencia, las diligencias y decisiones emanadas de estas instancias resultan débiles, inútiles. Alejadas del objetivo que motiva su existencia y funcionamiento. Cualquier proceso penal, cualquier posibilidad de juzgamiento está precedida y acompañada de dudas y especulaciones que restan veracidad a los fallos. La ciudadanía acusa, juzga, libera, sanciona, a su antojo. Trátese de los procesos que involucran a imputados con inmunidad congénita o a representantes de la marginalidad social, la tendencia a repartir condenas y perdón previos, es la costumbre.

En el caso de la especie son múltiples las elucubraciones, aún sin asomo de una sentencia definitiva. El destino jurídico del homicida no está sujeto al rumor público, menos a una ponderación superficial. Es indispensable el conocimiento de los hechos. El detalle de la ejecución. El Código Penal prevé circunstancias atenuantes, excusas, causas de justificación que jamás pueden establecerse de manera caprichosa. Ni apresurada. Algunos podrían adelantar que si el parricidio no admite excusas legales el filicidio tampoco.

El artículo 328 del Código Penal prescribe: No hay crimen ni delito cuando el homicidio, las heridas y los golpes se infieren por la necesidad actual de la legítima defensa de si mismo o de otro. Es difícil establecerla. Los maestros del Derecho Penal dedican cientos de páginas a los vericuetos de la legítima defensa. Luis Jiménez de Asúa la define como “la repulsa de la agresión ilegítima, actual o inminente, por el atacado o tercera persona, contra el agresor, sin traspasar la necesidad de defensa y dentro de la racional proporción de los medios empleados para impedirla o repelerla.”

No es venganza. Es diferente al estado de necesidad y a la provocación. Tal vez el descrédito del poder judicial y del Ministerio Público permita validar y repetir las majaderías en torno al proceso penal. Precipitadas y carentes de base legal. La legítima defensa no depende de una apreciación subjetiva. La jurisdicción correspondiente tendrá que determinar si existió el “animus” de defensa, la acción inmediata, la proporcionalidad de los medios utilizados para repeler la agresión. mientras tanto, ningún auto, ninguna providencia, ninguna sentencia pronunciada en la esquina tiene validez, ni se acerca a la autoridad de la cosa juzgada.

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