Esperando a Noriega

Esperando a Noriega

POR PABLO ORDAZ/EL PAÍS
Durante los últimos 17 años, Manuel Antonio Noriega ha guardado celosamente en su celda el flamante uniforme de general con el que se entregó a las tropas noreamericanas el 3 de enero de 1990

Estefani Vanegas tiene ocho años y vive en el barrio panameño de Tierra Prometida. Hace unos días, la niña se encontró en el suelo una moneda de cinco centavos y al ir a recogerla una tremenda descarga la volteó y le abrió en la espalda un agujero del tamaño de un bote de mayonesa grande. La madre de Estefani dice sin temor a equivocarse que la culpa fue de las conexiones brujas. Están por todo el país, agazapadas, dispuestas a atacar a las niñas de los barrios pobres, a prenderle fuego a un autobús urbano y calcinar entre sus hierros a 26 viajeros, a lanzar por los aires una lavandería regentada por un chino. Los periódicos de Panamá hablan de las conexiones brujas con toda naturalidad, sin comillas ni más pistas, y el extranjero no sabe a qué atenerse hasta que descubre que no son más que telarañas de cables ilícitos dispuestos para robar la energía eléctrica o apaños caseros más baratos que una reparación formal.

Panamá, 17 años después de la invasión norteamericana y de la caída del general Noriega, es un país lanzado al futuro, pero escondidas detrás del medio centenar de rascacielos que alumbran la capital, de los negocios millonarios que florecen en cada esquina o de la ampliación inminente del canal entre el Pacífico y el Atlántico siguen acechando, desafiantes, las conexiones brujas con el pasado: una pobreza que alcanza al 40% de la población y un sistema judicial tan corrupto que permite a los narcotraficantes disponer de celdas de lujo en medio de cárceles de espanto. Y, por si fuera poco, , un individuo bajito con la cara picada de viruela podría salir próximamente de la prisión de Miami vestido de militar.

Durante los últimos 17 años y ocho meses, el dictador Manuel Antonio Noriega ha guardado celosamente en su celda el flamante uniforme de general con el que el 3 de enero de 1990 se entregó a las tropas de la invasión. Los gringos -así llama todo el mundo aquí a los norteamericanos- aún no tienen decidido qué harán con un hombre de 73 años que se empeña en lucir el uniforme de un ejército que ya no existe. Tal vez lo envíen de regreso a su país o quizás opten por entregárselo a Francia, que también lo reclama por un proceso de blanqueo de capitales procedentes del narcotráfico. En cualquier caso, Noriega y su uniforme vuelven a tener en vilo y enfrentados, tantos años después, a los panameños.

-Vístete de cura, que tienes que ir a recoger a Noriega.

Es el día de Nochebuena de 1989. El país acaba de ser invadido por los americanos. El barrio de El Chorrillo, donde los militares tienen su cuartel general, ha ardido por los cuatro costados. Hay quien dice que el incendio ha sido causado por el fuego de la artillería yanqui. Y quien se lo atribuye a una argucia de los Batallones de la Dignidad -la fuerza de choque paramilitar del dictador- para huir aprovechando el humo y la confusión. Los comercios de la capital -«todos menos las librerías», se dice aquí en tono de chanza- han sido saqueados por bandas de incontrolados. El nuncio de la Santa Sede en Panamá, el español José Sebastián Laboa, acaba de volver precipitadamente de sus vacaciones en San Sebastián. Uno de sus amigos de la Cruzada Civilista -la oposición pacífica a la dictadura- lo ha llamado por teléfono para anunciarle: «Monseñor, se dio la invasión». Un vuelo de Iberia lo lleva desde Madrid a Miami. Al pie de la escalerilla, un avión estadounidense de transporte de tropas lo introduce en Panamá. El presidente George Bush ya ha desplegado 24.000 soldados por el país, pero Noriega, el principal objetivo, ha conseguido escabullirse, dicen que vestido de mujer. Se habla de 80 muertos, 22 de ellos estadounidenses. Durante las primeras horas, los Batallones de la Dignidad han estado buscando rehenes gringos por los hoteles lujosos del barrio residencial de San Francisco. Disparan en los cerrojos de las puertas y se los llevan gritando escaleras abajo. El día 24 ya todo está en calma, pero el dictador, conocido en las calles como cara de piña, sigue sin aparecer. A media mañana, monseñor Laboa atiende una llamada a su teléfono directo. César Tribaldos, un personaje destacado en la oposición a la dictadura, lo observa en silencio. Está allí porque en los últimos meses no han sido ni una ni dos las veces que Laboa le ha tenido que ofrecer asilo, y al final han terminado por hacerse amigos. Ahora la tortilla está del revés, y son los oficiales del ejército de Noriega los que están entrando en la nunciatura buscando refugio. Laboa cuelga el teléfono y se vuelve hacia Tribaldos: «César, vístete con una sotana, que tienes que ir a buscar a Noriega».

Desde aquella escena de la nunciatura han pasado casi 18 años ya, tal vez demasiado tiempo para un país donde el 60% de la población tiene menos de 30 años y donde otra buena parte bastante hace con ir engañando a la pobreza día a día. Un país pequeño, de apenas tres millones de habitantes, y por tanto un país donde la memoria sigue doliendo. Desde que Omar Torrijos llegó al poder en 1968 a la caída de Manuel Antonio Noriega en los estertores de 1989, 110 personas incómodas para una u otra dictadura fueron asesinadas o hechas desaparecer. Este dato fue documentado por la Comisión de la Verdad creada durante el Gobierno de Mireya Moscoso. Fernando Berguido, abogado y periodista, fue miembro de aquella comisión. Viajó de una esquina a otra del país escuchando testimonios desgarradores de familias rotas. También -como amigo de monseñor Laboa- fue testigo directo de la llegada de Noriega a la nunciatura. Y ahora, como presidente del periódico La Prensa, está viviendo en primera línea las reacciones encontradas que la inminente excarcelación del viejo dictador están provocando en Panamá:

-Hay un sector que quiere dar la imagen de un Noriega senil, de un abuelo que sólo desea volver al país para estar con sus nietos, pero no es ese el perfil que de él tenemos acá. Nunca fue una persona querida. Noriega es un hombre macabro, muy resentido. Su apariencia física es parte de ese resentimiento. Durante la etapa de Torrijos -que sí fue un dictador con cariño-, él se dedicó a la parte sucia de la dictadura: a la seguridad, a la inteligencia… Luego, tras la muerte de Torrijos en un accidente de aviación que también se le atribuyó a él, Noriega se mantuvo en el poder a base de mano dura. También se le sigue temiendo por lo que sabe. Hay que tener en cuenta que estuvo en la nómina de la CIA desde su etapa de estudiante en Perú. Sabía jugar muy bien a la división de poderes que había en Estados Unidos. Era un hombre de la CIA, pero no de la DEA. Tenía contactos en Defensa, pero no en el Departamento de Estado… Y al mismo tiempo hacía negocios con Cuba, con los sandinistas, con la guerrilla colombiana, con los narcotraficantes… Hizo mucha plata, y sigue siendo el dueño de muchos secretos…

El todoterreno de José Miguel Alemán se abre paso entre el tráfico caótico de la ciudad de Panamá. Su chófer de rasgos indígenas se para en un peaje, abre la ventanilla y saluda a la empleada:

-Que Dios te bendiga, que tengas un buen día.

Alemán también gasta esa moneda común en Panamá que es la amabilidad. De profesión abogado, posee un cafetal junto a la frontera con Costa Rica y en tiempos se dedicó a la política. Tiene aspecto de gringo -alto, rubio y con los ojos azules- y de hecho su delicioso español del trópico está salpicado de expresiones en el inglés de la invasión. Hoy acompaña al periodista a un encuentro con el primer presidente de la democracia. Guillermo Endara vive en uno de los muchos rascacielos del barrio de Paitilla. Aún anda en política -aspira a presentarse en las próximas elecciones presidenciales de 2009- y esta tarde está enfrascado escribiendo un discurso, pero accede al encuentro junto a una piscina que se funde con el Atlántico. Viste pantalón negro de chándal y unas zapatillas del mismo color. La primera pregunta intenta indagar en la situación del país ante la previsible llegada de Noriega. Endara pone cara de guasa y responde con una propuesta que es la mejor contestación:

-Imagínese que a ustedes les hubiese ido Franco a visitar 20 años después…

El viejo presidente sonríe y su memoria, que a veces se resquebraja en fechas y nombres, vuela hacia aquellos días de la invasión. Él acababa de ganar unas elecciones, unas de esas elecciones que Noriega convocaba confiando en poder amañar y que cuando no lo conseguía terminaba dándole una patada a la urna. Así que cuando los norteamericanos llegan, lo primero que hacen es entronizarlo como presidente del país. Los panameños no dudan de su legitimidad, pero muchos países desconfían de quien consideran un títere colocado por las fuerzas de la invasión. Son días muy difíciles. Noriega acaba de pedir refugio en la nunciatura y las fuerzas al mando del general Marc Cisneros rodean el edificio. Nada más tomarse la cerveza que le ofrece Laboa, el dictador, vestido con pantalón corto y camiseta caqui, tiene que soportar una triple presión. La calle pide su cabeza. El nuncio le susurra que sería terrible terminar como Mussolini. Y la tercera presión -la más chusca- es la de la música. Los americanos han colocado altavoces con música a todo volumen frente a la habitación que ocupa en la primera planta. No aguanta ni dos semanas. Solo, asustado y en pantalones cortos, el dictador que fue al mismo tiempo empleado de Bush y amigo del narcotraficante Pablo Escobar decide entregarse.

-Pero yo -tercia el presidente Endara mirando muy fijamente- le voy a contar algo que nadie sabe. Él puso como condición para entregarse hacerlo vestido de general. Laboa me llamó y me dijo: «¿Y cómo hago yo para conseguir un uniforme?». La casualidad es que yo en los últimos días de diciembre había ido a ver al general Cisneros para hablar de diversos asuntos. Y, cuando terminamos, el gringo se metió en el baño y sacó un uniforme de gala de Noriega, con sus estrellas y sus vainas. Lo extendió ante mí y me dijo: «Se lo voy a mandar de regalo al presidente Bush». Así que me acordé de aquello y le dije a Laboa: «Apúrese y llamen a Cisneros, que tal vez todavía no se lo haya mandado a Bush…». Ja, ja, ja. Y cuando, pasado el tiempo, George Bush vino a visitar Panamá yo le pregunté: «Oiga, ¿le llegó un uniforme de Noriega?». Y él me dijo: «No, ¿por qué?». Ja, ja, ja… Así que ya sabe cuál es el uniforme que ha guardado durante todos estos años en su celda de Miami.

¿Quién saldrá de esa celda? ¿Un viejo loco ridículo vestido de general? Tal vez no. Durante todos estos años, Noriega ha seguido estando en contacto con Panamá. Elvia Gale, una vecina de la ciudad de Colón, no ha dejado de mostrar orgullosa las cartas que él le envía. La última empieza así: «Mi querida negra, grande y bonita…». Tampoco el ingeniero Mario Rognoni oculta que a veces recibe llamadas desde Miami. «Sí, me llamó el sábado pasado. Se le oía entero, contento». Rognoni es un tipo listo. Cuando se le formula la pregunta que todo el mundo se hace en la calle y en los despachos políticos -«¿Sigue teniendo pueblo Noriega?»-, él da la clave de por qué su amigo el dictador conserva aún el uniforme:

-Las fuerzas de defensa tenían pueblo. Hay mucha gente que estaba mejor con los militares. El pueblo se sentía más seguro. Y ahora que el ejército, por mandato constitucional, ya no existe más en Panamá y que los viejos militares quemaron sus uniformes y esconden su pasado, Noriega mantiene el suyo bien reluciente. La gente ve en eso un símbolo. No creo que él quiera tener un protagonismo político, pero, atención, no se confíen, puede llegar a tenerlo…

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