Esperanza primero

Esperanza primero

PEDRO GIL ITURBIDES
Entre los muchos parientes, amigos, adversarios y desconocidos por cuyas almas invoco a Dios cada día, se encuentra una prima hermana materna. Dedicada a la enseñanza desde su juventud, quedó para vestir santos hasta edad avanzada. Pero el Señor la tenía reservada para la maternidad y, al finalizar el decenio de 1950, sin buscarlo, halló marido. Tuvieron un hijo que ella crió sin los modernos atavíos verbales de la maternidad con soltería, sino con borrador y tiza entre los dedos.

El marido salió un día acompañado de un «vengo ahora, Lesbia», para no volver jamás. Después del 30 de mayo de 1961 se comunicó con ella para asegurarle que procuraría llevárselos, a ella y al hijo. Y le hizo varios cuentos sobre su participación en un movimiento antitrujillista. El orgullo, entremezclado con resguardado rencor, le impidió ir tras los pasos de aquél que tan despreocupadamente le asegurara una tarde cualquiera, que volvería como siempre, para la cena.

En cambio, se embarcó Norvia. Hermana de aquella maestra, y docente ella también, figura todavía en la inmensa diáspora dominicana de Estados Unidos de Norteamérica. Lesbia hizo del hijo un ingeniero electromecánico, a quien ella quiso un día que le buscásemos trabajo en algún lugar en que nos tenían como ejecutivo. El hijo, primo segundo nuestro, o sobrino conforme el mejor sentir del dominicano, habló con claridad meridiana.

-Papá me está arreglando los papeles. Si deseo desarrollarme no puedo seguir bajo la tutela de mamá. Tengo amores y la gallina tiene que comérsela mi novia en la sala de mi casa, porque mamá mira las telenovelas por encima del hombro de nosotros. Así que no me ofrezca trabajo.

Y por la misma puerta de su padre, salió el hijo rumbo a Nueva York. Lesbia comenzó a desvanecerse, sacudida por la sorpresa. Con el seguro de los maestros se trató e internó, sin que se le encontraran más que síntomas imprecisos de una indefinible enfermedad. Un día fui llamado por mi madre, ahora fallecida. Mi hermano se había hecho cargo de los sinsabores de esta prima. En la habitación esperaban al médico que la estuvo tratando, para que certificase el deceso. En tono quedo, como correspondía al ambiente reinante, pregunté sobre las causas de la imprevista muerte.

-Murió de mal de amores, me dijo lapidario mi hermano Antonio.

Me sentí culpable. De alguna manera debí denunciar al hijo que pretendía alejarse, como antes lo hiciera su padre. Mas no lo hice, y desde entonces Lesbia enterró sus esperanzas. Desde que el marido y padre se alejase aquella tarde indefinida del lado de la madre y el chiquito que entonces no remontaba los dos años, Lesbia sembró una mata de esperanzas. Desechó tandas para concentrar sus emociones, dedicación y esfuerzos a esa diaria tarea de echarle agua y abono a esas esperanzas que cifraba en el hijo. Al irse éste, mustias quedaron las mismas, y al fin, como ella misma, murieron.

Ahora quien muere es el año. No sabemos si despedirlo con fanfarrias o envolviéndolo en conmiserado silencio. Ha sido un año terrible, durante el cual crecieron la pobreza y la frustración. Hubo instantes en que se temió se dislocara la vida nacional. Como aconteciera a mi prima Lesbia cuando el hijo la llamó desde el exterior, pensamos que nos habían matado las esperanzas. Pero a éstas no debemos abandonarlas nunca.

Añosa expresión asegura que las esperanzas son lo último que debemos perder. Lesbia, y la depresión que la condujese a la tumba, constituyen atípico ejemplo de las fronteras del porvenir. Como en los días en que ella se sobrepuso a los contratiempos tras escuchar un vago vengo ahora, hemos de enfrentar las penurias y los pesares.

El primer y más firme soporte para cultivar las esperanzas lo tenemos en la fe. Sin embargo, guardo imborrable lección ofrecida por un humilde empleado del antiguo hotel Don Diego de Santiago de los Caballeros. A lo largo de años de hospedarnos en aquel lugar, tratamos a Rafael, quien, a no dudarlo era un hombre cabal y optimista. Podía usted decirle en su onomástico o en cualquier festividad que lo obligase a estas consideraciones sociales, que le deseaba salud, suerte, amor y dinero. De manera invariable interrumpía para decir:

-Esperanza primero.

Y supe por qué lo decía, en 1985. Obligado por responsabilidades políticas de las que les hablé hace poco, permanecí tres meses como huésped en aquella instalación. Fue cuando descubrí lo que la intuición no me dijo nunca antes, que la jefe de camareras era su esposa. ¿Su nombre? Esperanza García.

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