Espero llegar a los 80, un filosofar al atardecer

Espero llegar a los 80, un filosofar al atardecer

En uno de esos atardeceres de encierro pensé que sí, deseo llegar a los 80. Ya en la edad de los «ta» largos, aparece un puñado de problemas médicos y quirúrgicos, espero que ninguno de esos me invalide.

En ese momento sé que estaré muy agradecido de la vida por haber escrito algunos libros, tengo la esperanza de que uno de esos libros siga «conversando» con la gente después de mi muerte. Confieso haber disfrutado de afectos y momentos muy gratos, como bendiciones he recibidos la gratificante pitanza del amor de mis familiares, los cariños y el reconocimiento de la sociedad,de amigos fraternos, lectores leales y pacientes agradecidos.

Espero seguir siendo el gran admirador de la inteligencia racional, la belleza y lo sibarítico, con todo espero, encontrarme lleno de vida y que el plomizo fantasma de la ominosa soledad no me atosigue.

A los 80 se cierne sobre uno el espectro de la demencia o el infarto. En esa fecha un tercio de los contemporáneos habrán muerto y otros atrapados en dolencias tanto físicas como mentales. Las reacciones se volverán más lentas, los nombres se nos escaparán con más frecuencia. Tal vez con suerte, llegue más o menos intacto a los 80, y espero se me conceda la libertad de amar y de trabajar, las dos cosas más importantes de la vida, como insistía Freud.

Esta era la opinión de un amigo neurólogo británico Oliver Sacks (murió en el 2015) a quien conocimos y que ambos tuvimos la gran suerte, claro que en épocas muy diferentes, de ser alumnos en el Instituto de Neurología de Londres del último de los grandes maestros de la neurología mundial, Sir MacDonald Critchley.

En estas vacaciones forzadas del confinamiento, he aprendido a revalorar los días, los meses y los años, confieso que no pienso en la vejez como una época cada vez más penosa, muy por el contrario, másbien es como una metáfora otoñal,es ver al mundo sin su manto feral, vivirlo en su intenso rutilarsin la alocada prisa y entonces uno poder deletrear pausadamente cada día.

Debo aceptar que he sido ducho en disfrutarde muchísimasalegrías y momentos gratos,y, aunque, el graznido de mis articulaciones me recordará miedad en ese espacio ilusorio, no perderéyo mi tiempo en decidir si el paraíso o el averno.

Porque como tengo muy pocos «yo debí», la oscura, inexorable y proditoria noche sideral, encontrará mi alma en santa paz con mi propia conciencia.
Como «poetizamos» el sábado pasado con mi padre y mi hijo, hoy comparto un poema nuestro con mis amables lectores: «Una tarde viral de encierro: Plena de radiante sol desparramado, en un atardecer de encierro con frescura y cielo, que con rutilantes rojizos de mil tonos me deslumbra.

En aquella gloria del crepúsculo, me hice confeso, estoy y soy convicto, condenado a purgar la desquiciada pena de un largo encierro sin cometer delito alguno, y como un destello del más puro relámpago tuve que aceptar el vivir por varios meses un triste glaciar de cautiverio, donde no quiero y no permito el hozar del desconsuelo». Gracias por su lectura y esperando tengan un feliz fin de semana.

En ese bello atardecer que fue un derroche de fuegos mandarinos y en total concierto de mar y cielo conjugados, mi corazón se siente condenado, cual hierro que le espera el despiadado yunque, hacia donde me arrastran analogando un virus, unos herreros inclementes. En ese bello atardecer, están sus nubes preñadas de artificios, de encantos y colores rojos, del Sahara. En las cumbres y en las olas fue cediendo lentamente para que mis neuronas ya desmesuradas por tan largo cerco, hace que estén ellas como aquel toro que se crece en el castigo.

Con el encanto de la brisa polvorienta y el fresco vendaval dela natura, empecé acomparar sus rayos luminosos con mis ansias de que acabe esta vírica condena. En mis furores en aquel crepuscular ocaso, cual céfiro pensé en el bellísimo paisaje azul muy lapislázuli del mar de aquel Palmar del sur, pues frente a ese inmenso océano azulino, que yo con una colosal sed de cielo he disfrutado.

En la obligada y perseguida expiación que pide el virus, me hago un tahúr y logro trastrocar sin pavor aquel bello añil, para así poder salvar las rígidas hogueras de mi corazón que solloza y grita, deseoso de que todo vuelva a ser como antes era.

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