La Iglesia está llamada a ser un signo unidad en medio de los pueblos. Ese es el “poema” que tiene que escribir la Iglesia, como anuncia el Salmo 103, Domingo de Pentecostés. Esa unidad trae sinodalidad, el caminar juntos el camino y permitirá ver qué grande es el Señor.
En el Evangelio de hoy, Juan 20, 19 a 23, Jesús da el Espíritu Santo a los discípulos. Ese Espíritu les ayudó a abrir las puertas que habían cerrado por miedo a los judíos, les dio paz y los capacitó para la misión. Ante la maldad perpetrada o padecida, el Espíritu Santo capacita para perdonar y para retener los pecados. El perdón va hacia la persona que se arrepiente de corazón y reconoce la maldad cometida. Para aquellos que no se quieren responsabilizar de sus acciones, su pecado es retenido para que asuman su historia, se arrepientan y sean perdonados. Donde hay humanos, hay fallos y donde está el Espíritu, está el perdón capaz de recrear y renovar. Entre humanos, hace falta el perdón para que haya unidad.
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Nada divide a la Iglesia como la arrogancia y la autosuficiencia. Podemos creernos que se debe a nosotros el que Jesús sea reconocido como Señor, pero Pablo nos recuerda que el señorío de Jesús se reconoce siempre gracias al Espíritu Santo (1ª Corintios 12,3b-7.12-13). El desempeñar tareas y funciones diferentes nos puede dividir, pero hoy nos recuerdan que es “el Señor quien obra todo en todos para el bien común”. El Espíritu ayudará para que no nos dividan nuestras nacionalidades o procedencias sociales.
Con el Espíritu Santo se nos confiere a los creyentes la posibilidad de anunciar un mensaje que cada pueblo comprende en su propia lengua: la paz y la felicidad de todos son posibles si buscamos el bien común.