¡Esta es mi ley!

¡Esta es mi ley!

A ustedes les he contado, y creo que más de una vez, la historia de la preparación y vigencia del texto constitucional de 1865. Aunque me hayan leído ese relato, permítanme repetirlo. Porque en el trasfondo, tiene su naiboa. Los últimos españoles salieron, por Puerto Plata, el 12 de julio de 1865. El general José María Cabral y Luna entró a la ciudad de Santo Domingo conduciendo al trote un brioso caballo, por la puerta del Conde. No quiso ser proclamado Presidente de la República. En cambio, se hizo designar Protector.

Tomó posesión el 4 de agosto, designó gabinete y casi de inmediato hizo convocar un Congreso Nacional Constituyente. Como lo expuso en varias ocasiones, deseaba la refundación de la República. Aspiró al rompimiento con el pasado y él y los escogidos para ocupar cargos ministeriales, eran jóvenes y decidieron recurrir a la juventud. Radicales, pretendían que las mañas del ayer, alojadas en las testas de los hombres del ‘44, no se proyectasen sobre el nuevo proyecto republicano.

Pero una cosa piensa el burro y otra el que lo apareja. El propio general Cabral se sentía vinculado al general Buenaventura Báez. Pero no nos desviemos, pues caeremos en Báez, aunque pasando por la constituyente. ¡Qué vigor nacionalista y republicano trasuntan las actas de ese congreso soberano que pergeñaba, día a día, el texto de la ley suprema que habría de votarse poco después! Lejos del ajetreo que tenía lugar en la vetusta casona que fuera de don Nicolás de Ovando, estaba don Pedro Guillermo.

Mas no estaba tan lejos que los emisarios del general Báez, su amigo y conductor político, no pudieran juntarse con él. Estimulado a levantarse, procuró que sus hombres iniciasen una asonada que se proclamó en Hato Mayor del Rey. Antonio Guzmán fue encargado por Guillermo para llevar adelante la que se convirtió en marcha triunfal sobre la casa de Ovando. El grupo llegó a Pajarito, en la ribera oriental del Ozama. Desde allí el general Guzmán llamó la atención de los diputados constituyentes.

Una comisión de éstos cruzó en yola. Grandilocuentes, el presbítero Fernando Arturo de Meriño, y los escritores Pedro A. Bobea y Miguel Madrigal, intentaron negociar la salvación de la nueva República. Guzmán y los hombres que lo rodeaban, colecticios andrajosos, los oían arrobados. También ellos contemplaban ya, más arriba de sus malolientes gorras, el nuevo Estado Dominicano y el nuevo país. Guillermo se dio cuenta de la amenaza y, avanzando unos pasos, se colocó junto a un herrumbroso cañón que traían.

Ceremonioso él también, lo mismo que los comisionados, puso la mano sobre el cañón de cureña fija. “Pues miren, vean, la única ley que yo conozco es ésta y si no se me salen rápido de ahí, ya sabrán para qué sirve”. Mohinos volvieron los comisionados y apresurados conocieron del proyecto de Constitución. Horas después el padre Meriño, presidente semanero del Congreso Nacional Constituyente, tomó juramento a Báez como Presidente de la República. Fue el día en que produjo aquella pieza oratoria que comienza recordando que son profundos los arcanos de la Providencia. De todo ello me acuerdo –y vuelvo a contárselo a ustedes- ahora que oigo hablar, por nueva vez, que nos estamos riendo de la Constitución.

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