Estado, economía y democracia

Estado, economía y democracia

RAFAEL TORIBIO
Hay autores que tienen la virtud de que sus reflexiones sean consideradas por el lector como propias. Esta identificación resulta de preocupaciones e interpretaciones comunes de hechos y situaciones. Después de leerlas uno piensa que el escritor ha tenido la oportunidad de profundizar reflexivamente en estas situaciones y formular sus apreciaciones por escrito. Por eso al leerlas las compartimos, hasta el punto de considerar que pudimos haberlas formulados en términos similares.

Eso me ha sucedido con la obra «Después de la Pasión Política», de Josep Ramoneda. En esta entrega echaré mano de sus reflexiones, que comparto, sobre el Estado, la Economía y la Democracia.

En el Informe del PNUD sobre la Democracia en América Latina se entrevistaron a líderes políticos que habían ejercido el poder en sus respectivos países. A la pregunta de quién gobernaba cuando detentaba el poder, la respuesta de la mayoría fue que los poderes fácticos, sobre todos los económicos, eran quienes realmente tenían el poder. Estos poderes mediatizan la autonomía del Estado hasta el punto que no siempre se hacía lo que se debía hacer, sino lo que permitían que se hiciera. Por esta realidad, afirmaban, que aunque existieran Ejecutivos fuertes, el Estado en América Latina era débil. Esa hegemonía del poder económico sobre el poder político le permite afirmar a Ramoneda que «El Estado al renunciar a la autonomía respecto del poder económico, al demostrarse incapaz tanto de asegurar el bienestar de los ciudadanos como de poner límites a la voracidad capitalista, ha perdido legitimidad. De ahí el descrédito de la política, visiblemente sometida a la razón económica». La primacía de lo económico sobre lo político se ha confirmado en la subordinación del Estado a los sectores económicos. En palabras de nuestro autor ha sucedido que «En el siglo XX todo el poder se ha definido en relación y en función del Estado. Ante la dificultad de desmontarlo el poder económico ha optado por enfeudarlo. El resultado es que el Estado sigue teniendo un peso relevante en la sociedad, pero de él ya no emanan valores políticos, sino económicos».

Después del «Consenso de Washington» hemos asistido a una redefinición de las funciones del Estado, tanto en cuanto a su contenido como a sus alcances. Parte de lo que eran sus responsabilidades han pasado a ser desempeñadas por el mercado y la iniciativa privada, en un marco regulatorio mínimo. El achicamiento del Estado, que era necesario porque hacía muchas cosas que no tenía que hacer, además de su probada ineficiencia, ha terminado en un debilitamiento que significa incapacidad para regular y compensar, asegurando la justicia, equidad y solidaridad que no proporciona el mercado. A este respecto, Joseph Ramoneda nos recuerda que «El liberalismo nos enseñó a interpretar los vicios privados como virtudes públicas y nos prometió que la «mano invisible» velaría por nosotros para garantizar que la suma de intereses particulares diera el interés general». Lo cierto es que sin la mano visible del Estado hemos tenido crecimiento económico sin que se traduzca en disminución de la pobreza y mayor equidad.

Esa misma mano visible del Estado tiene que hacerse presente para que la democracia electoral que hoy tenemos se amplíe hasta sus dimensiones cívica y social. Por eso el informe citado del PNUD invita a un debate sobre el rol del Estado en la ampliación y profundización de la democracia, haciéndola más participativa, que sus instituciones sean más eficientes, y que se asegure la plena vigencia de los derechos y libertades de los ciudadanos, así como su bienestar. Hay que evitar que la «legitimidad económica» sustituya a la «legitimidad democrática». Está sucediendo, según Josep Ramoneda que «En las democracias realmente existentes, el principio de la soberanía popular está corregido por la capacidad de quienes ejercen el poder económico, que siendo muchos menos pueden más». Ocurre entonces que «La multiplicación de grupos de intereses provoca una revolución de la democracia representativa a la democracia de lobbies». Con relación a la desvalorización de la política y de las instituciones de la democracia nuestro autor afirma que «La democracia triunfa como modelo universal y, sin embargo, está profundamente amenazada por la defunción de su alma: la política. En la sociedad de la indeferencia política, los parlamentos adquieren un papel estrictamente simbólicos y las decisiones que conciernen a todos emanan de los despachos de los especialistas (tecnólogos, economistas y financieros) encargados de la gestión del poder económico, a los que apenas llega el control democrático».

Si queremos preservar la democracia tenemos necesidad de la revalorización de la política sobre la economía, volver a llenarla de su contenido, y de un Estado en capacidad de poder ampliarla y profundizarla. No para ser grande e ineficiente, sino que sea capaz y eficiente, con suficiente autonomía, poder y responsabilidad para que al tiempo de promover la participación de la iniciativa privada en la generación de riquezas y del mercado pueda regularlos de forma que el crecimiento económico se transforme en desarrollo para el bienestar material y espiritual de la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas.

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