En su trabajo sobre la política como vocación, Max Weber explica claramente que el Estado es quien debe tener el monopolio de la violencia, por lo cual él es el único que puede ejercerla. Sin embargo, esta violencia debe estar amparada en un ordenamiento jurídico que la legitime. Esta visión weberiana de la violencia de Estado le otorga a este último todos los medios necesarios para imponer sobre sus ciudadanos las medidas necesarias que garanticen la convivencia pacífica, el respecto a la Constitución y las leyes, así como los derechos vinculados a los aspectos sociales y económicos.
Este modelo de violencia puede considerarse como positivo e incluso los ciudadanos tributan para que el Estado lo ejerza, pues al estar bajo la exclusiva administración de éste y sustentado en el apartado institucional legítimamente constituido, crea las condiciones para el sostenido desarrollo socio-económico que tanto anhelan los pueblos.
El ser humano debe ser el centro de todas las políticas públicas, pero para que ello funcione es preciso que exista una estructura organizacional que no solo las formule, sino también que imponga la fuerza institucional del Estado sobre todos los agentes que intervienen en el ciclo gubernamental administrativo, que asegure entre otras cosas, la transparencia en el uso de los recursos públicos, la subsidiaridad en beneficio de sectores desprotegidos, la efectiva rendición de cuentas y claro está, la sanción violenta para aquellos que vulneren la normativa legal establecida.
Troski por su parte establece que el Estado debe sustentarse sobre una plataforma inconmovible a la que él llama fuerza, criterio que no dista mucho del concepto de monopolio de la violencia del Estado de Weber. Esta fuerza debe ser el instrumento a utilizar, siempre que sea necesario, para el establecimiento pleno de la ley y el orden, condiciones indispensables para el ejercicio apropiado de los derechos, no importando a qué generación correspondan.