Estado y religión

Estado y religión

El debate público en torno a la inviolabilidad de la vida en el seno de la Asamblea Nacional ha sacado a relucir un asunto “grueso” –para utilizar la feliz expresión del diputado Lidio Cadet en una de sus magníficas intervenciones como asambleísta-: la cuestión, que ha ocupado mentes tan brillantes como la del constitucionalista Ernst-Wolfgang Böckenförde, el cardenal Joseph Ratzinger y el sociólogo Jürgen Habermas, de si el Estado moderno, el Estado liberal y secularizado, puede desarrollar él mismo aquellos valores que le son indispensables para lograr la aceptación y el consenso de los ciudadanos o si, por el contrario, tiene que remitirse a fundamentos pre-políticos, morales y religiosos que le sirvan de condiciones normativas previas.

Una cosa debe estar clara de entrada: el Estado secular, y el Estado dominicano lo es, establece una clara división entre Estado y religión. Ello implica que el Estado renuncia a una legitimación religiosa por parte de las iglesias y que éstas renuncian a pretensiones de dominio político y privilegios, integrándose así en el orden público jurídico. Por su parte, la Constitución consagra la libertad de conciencia y la libertad de cultos, garantizándose la libre asociación de las comunidades religiosas. No hay Iglesia oficial y el Estado democrático se asume como un Estado neutral respecto a las diferentes cosmovisiones. Como bien afirma Josef Thesing, “no debe identificarse con los contenidos de una iglesia, una religión o una comunidad religiosa. No debe juzgar ni determinar los contenidos de una religión”.

Lo anterior significa, por ejemplo, que así como el Estado no puede pedirles a los creyentes “que practiquen obligatoriamente el aborto (la eutanasia, la anticoncepción, etc.)” sí puede exigir a éstos “que renuncien a imponer a los demás (de distintas creencias o ateos), mediante la fuerza del brazo secular, su particular estilo de vida”, siendo esto último “irrenunciable para una democracia liberal” y “de hecho parte indisoluble de la definición de patriotismo constitucional” (Paolo Flores d’Arcais).

Ahora bien, así como una democracia no puede aceptar un fundamentalismo religioso que erosione la base de las libertades así tampoco debe conducirnos a un fundamentalismo secular erigido en religión civil. Habermas es clarísimo en esto cuando señala: “La neutralidad cosmovisional del poder del Estado que garantiza iguales libertades éticas para cada ciudadano es incompatible con cualquier intento de generalizar políticamente una visión secularística del mundo. Y los ciudadanos secularizados, cuando se presentan y actúan en su papel de ciudadanos, ni pueden negar en principio a las cosmovisiones religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las discusiones públicas. Una cultura política liberal puede esperar incluso de los ciudadanos secularizados que arrimen el hombro a los esfuerzos de traducir del lenguaje religioso a un lenguaje públicamente accesible aquellas aportaciones (del lenguaje religioso) que puedan resultar relevantes”.

Es cierto que el Estado democrático no puede regresar al Estado cristiano sin renunciar con ello a su carácter secular. Pero el Estado debe esforzarse en que, como bien expresa Böckenförde, “los cristianos ya no perciban este Estado en su realidad como algo divisorio, hostil a su fe, sino como la oportunidad de vivir en libertad, algo que también ellos deben contribuir a realizar y concretar”. En este sentido, la religión es “una reserva ética irrenunciable del Estado secular” en la medida en que el despliegue de las religiones, con “su capacidad de darle sentido a la vida”, beneficia indirectamente al Estado (Thesing).

Esto es lo que explica, en gran parte, porqué la Constitución incorpora valores como la dignidad humana y la inviolabilidad de la vida que son herencia de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana  del amor y de la cual vive el orden constitucional democrático. El Estado democrático es un Estado de la razón, de una razón pública (Rawls), que si se emancipa totalmente de la religión, como afirma Ratzinger, se vuelve tan destructiva como el fanatismo religioso. Por eso, como afirma el hoy Papa Benedicto XVI, lo ideal es un diálogo entre razón y fe, las cuales “están convocadas a la purificación y sanación recíprocas, (pues) se necesitan mutuamente y deben reconocerse mutuamente”.

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