¡Estamos en otro mundo!

¡Estamos en otro mundo!

George W. Bush, Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, ha felicitado a Muamar el-Gadafi, comandante de Libia. Un tiempo atrás, un hombre del Presidente, como David Welch, habría viajado de incógnito a Trípoli para disparar a mansalva sobre el-Gadafi.

Welch voló esta vez a la capital libia para llevarle al jefe libio una carta de Bush. En la dichosa carta el mandatario estadounidense felicita al elusivo marchante libio por su cooperación para ayudar a la pacificación de esa región del mundo.

¡Es que estamos en otro mundo! Fuerzas especiales estadounidenses llegaron a acechar por satélite a Muamar el-Gadafi, para disparar sobre sus palacios en varios lugares de Libia. Pero entonces vivíamos en otro mundo. Eran los tiempos en que el-Gadafi tumbaba a bombazos limpios aviones de líneas aéreas comerciales occidentales, repletos de pasajeros. Pero no pasan los tiempos sin que las cabezas echen canas. O se queden calvas. Y una de las dos cosas ha ocurrido al intemperante guía y conductor de los libios.

Como siempre marcha con moños de profusa maraña que sobresalen a sus angulosos kepis o ampulosos gorros, es de suponer que calvo no ha quedado. De manera que nos queda presuponer que sus viejas ideas revolucionarias han encanecido. Tal vez por ello no sea sino un recuerdo la guerra del Mediterráneo, como se bautizó por un instante la prolongada aunque sorda lucha sostenida contra estadounidenses e ingleses. Ahora estamos en otros tiempos. Estamos en época de babeo mutuo.

Por eso, sin duda, un Subsecretario de Estado (a cargo de los asuntos del África y Oriente Medio) viajó de Washington a Trípoli, carta en mano. ¡Y qué carta! Es una vibrante comunicación en la que se reconocen los valientes e indoblegables esfuerzos del guía y sol de Libia, por enderezar los entuertos de la región. ¿Qué habrá enderezado?, me he preguntado por sexagésima ocasión. Porque la fusta la tuvo siempre erecta, recta, de admirable alineación con los diamantes, rubíes y esmeraldas brillando en la empuñadura. Sabrá Dios, pues, qué habrá enderezado el dichoso Muamar el-Gadafi.  Pero también lo sabe Bush, quien restituye al mundo de los hombres buenos y mansos a este genial gobernante.

Al leer las informaciones publicadas sobre el especialísimo viaje de Welch a Trípoli, no he podido menos que pensar en Saddam Hussein. Pero no el Saddam Hussein colaborador de al-Qaeda y propietario de armas bioquímicas de destrucción masiva que nunca han aparecido. No, no pensé en ése. He pensado, en cambio, en el anterior. He pensado en aquel Saddam Hussein forjado, con la destreza que el orfebre confecciona el anillo al dedo, por George Bush padre en los días en que se jugaba a la paz en las Asias Mayor y Menor. Paz, por cierto, que aún se hallan lejanas.

Porque la cuestión no radica en mandar cartitas amorosas con David Welch. La cuestión radica en ser coherentes en el manejo de los objetivos de la propia política.

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