En las últimas semanas, varios analistas alrededor del mundo han esgrimido el argumento de que el mundo se encuentra en una era de “desorden global”. La razón principal de esta aseveración es que, tras el regreso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, se ha iniciado un desmantelamiento del orden mundial establecido después de la Segunda Guerra Mundial, en el cual Estados Unidos ha sido el garante de dicho orden, que le ha proporcionado grandes dividendos al país y en el cual el mundo ha experimentado el período más largo de paz y prosperidad que la humanidad jamás haya conocido. Otros han ido más allá, al plantear la posibilidad de una escalada hacia un conflicto bélico global como vía para establecer un nuevo orden, tal como ha acontecido en distintas etapas de la historia.
En su obra Orden Mundial, Henry Kissinger establece que el Acuerdo de Paz de Westfalia ha adquirido una resonancia especial como el punto de partida de un nuevo concepto de orden internacional que se ha difundido por todo el mundo. Estos acuerdos pusieron fin a la Guerra de los Treinta Años (1618–1648) y trajeron la paz al Sacro Imperio Romano Germánico, cerrando un período calamitoso de la historia europea que causó la muerte de aproximadamente ocho millones de personas. El emperador Fernando III, los reinos de Francia y Suecia, y sus respectivos aliados entre los príncipes del Sacro Imperio participaron en los tratados.
Para algunos estudiosos de las relaciones internacionales, la Paz de Westfalia estableció el primer orden mundial moderno, en el que desaparecieron las ciudades-Estado para dar paso a la creación de los Estados modernos, incluyendo la inviolabilidad de las fronteras y la no injerencia en los asuntos internos de los Estados soberanos. En su obra Leviatán, publicada en 1651, tres años después de la Paz de Westfalia, Thomas Hobbes ofreció una teoría al respecto. Imaginó un “estado de naturaleza” en el pasado, en el cual la ausencia de autoridad producía una “guerra de todos contra todos”. Para escapar de esa inseguridad intolerable, teorizó Hobbes, las personas cedieron sus derechos a un poder soberano a cambio de que dicho soberano proporcionara seguridad para todos dentro de las fronteras del Estado.
La Revolución Francesa de 1789 marcó el inicio de la época contemporánea de la historia. Proclamó un orden interno y mundial tan diferente del sistema de Westfalia como era posible. Abandonó la separación entre la política interna y la política exterior, y demostró cómo los cambios internos dentro de las sociedades pueden alterar el equilibrio internacional de manera más profunda que una agresión proveniente del exterior. Su líder, Napoleón Bonaparte, ya para el año 1809, bajo su brillante liderazgo militar, había aplastado toda oposición en Europa Occidental y Central, lo que le permitió redibujar el mapa del continente como un diseño geopolítico. Solo Inglaterra y Rusia evitaron que se adueñara de Europa completamente.
Con la eventual caída de Napoleón, surge el Congreso de Viena de 1814–1815, una serie de reuniones diplomáticas internacionales destinadas a discutir y acordar una posible nueva configuración del orden político y constitucional europeo. Los participantes fueron representantes de todas las potencias europeas (excepto el Imperio Otomano) y otros actores relevantes. El congreso fue presidido por el estadista austríaco Klemens von Metternich y se celebró en Viena, desde septiembre de 1814 hasta junio de 1815.
El objetivo del Congreso era proporcionar un plan de paz a largo plazo para Europa, resolviendo, mediante la negociación, los problemas críticos surgidos de las Guerras Revolucionarias Francesas y las Guerras Napoleónicas. La meta no era simplemente restaurar las antiguas fronteras, sino reajustar el tamaño de las principales potencias para que pudieran equilibrarse entre sí y mantenerse en paz, actuando al mismo tiempo como guardianes de las potencias menores.
Ese nuevo orden reconfigurado allanó el camino para el posicionamiento de distintas potencias en la esfera global, las cuales influyeron en zonas de influencia durante todo el siglo XIX y principios del siglo XX. Aunque el Imperio Británico dominó dicho siglo, la unificación de Alemania, el resurgir de Francia, el Imperio Otomano y el surgimiento de Rusia en la escena global sirvieron de contrapeso, contribuyendo al equilibrio de poder entre Europa y Asia, aunque de forma intermitente. Este frágil balance produjo la Primera Guerra Mundial, y con los Acuerdos de Paz de Versalles de 1919, las potencias aliadas arrinconaron a Alemania. Sin embargo, el orden internacional que se intentó construir después de la guerra no logró materializarse.
La diferencia entre el orden mundial que se intentó establecer después de la Primera Guerra Mundial —a través de la fallida Liga de las Naciones— y el que se consolidó tras la Segunda Guerra Mundial, es lo que le expresó el expresidente estadounidense Harry S. Truman a Henry Kissinger en 1961. Cuando este le preguntó qué lo hacía sentir más orgulloso de su legado como presidente, Truman respondió: “Nosotros derrotamos totalmente a nuestros enemigos y luego los trajimos de vuelta a la comunidad de naciones”.
Realizamos este recuento histórico para adentrarnos en el análisis de la obra del filósofo austríaco-británico Karl Popper, titulada La miseria del historicismo. En ella, Popper expresa su preocupación por las posturas de algunas escuelas filosóficas que sostienen que la historia se desarrolla según leyes inevitables o predeterminadas. Asimismo, expone las limitaciones de pronosticar eventos históricos. La idea central de Popper es que para predecir eventos históricos sería imprescindible prever las innovaciones tecnológicas, lo cual, en realidad, es prácticamente imposible.
El matemático y filósofo francés Henri Poincaré, en su obra La ciencia y la hipótesis, examina críticamente la naturaleza del conocimiento científico, el papel de las matemáticas y las hipótesis, y los límites de la objetividad en la ciencia. Sin embargo, es célebremente conocido por el “problema de los tres cuerpos”, un desafío clásico que consiste en predecir el movimiento de tres cuerpos (como planetas o estrellas) que interactúan gravitacionalmente entre sí. A diferencia del problema de dos cuerpos (como la Tierra y el Sol), que tiene soluciones matemáticas exactas, el de tres cuerpos no tiene una solución general analítica, ya que los movimientos resultantes pueden ser caóticos e impredecibles. Estos pequeños movimientos no lineales que plantea Poincaré imponen límites a las predicciones. Y la vida en sociedad y la historia se componen de más de tres cuerpos; como resultado, resulta muy difícil predecir eventos futuros desde la historia.
Tratar de predecir el futuro desde las ciencias sociales —y especialmente basándose en la historia— es una quimera. Por ello, muchos “expertos” yerran en sus pronósticos. Como dice Nassim Taleb en su obra El cisne negro: “La historia ciertamente no es un lugar para teorizar ni para extraer conocimiento general, ni tampoco está destinada a servir de ayuda para el futuro sin cierta cautela. Podemos obtener confirmaciones negativas de la historia, lo cual es muy valioso, pero también podemos obtener muchas ilusiones de conocimiento junto con ello”.
En pocas palabras, es probable que el mundo no esté inmerso en ningún desorden global, ni que sea necesaria una guerra para reconfigurar un nuevo orden mundial —que, de hecho, ya pudiera estar en marcha sin haber lanzado la primera bomba—. Pero por la ilusión de la historia, muchos creen que estamos en medio de un desorden mundial. No es descartable que pudiera ser así, pero la valoración de esta aseveración no debe provenir enteramente de la historia. Este pequeño movimiento no lineal (Trump), del que nos habla Poincaré, puede derivar en algo desconocido. Por ejemplo, una hipótesis sobre la reconfiguración del orden mundial podría ser que Trump quiera dominar completamente el planeta y, para ello, utilice a Musk y a Putin, y luego logre deshacerse de ambos. Aunque parezca inverosímil, todo es posible. Y el mejor servicio que puede hacer la clase intelectual a la humanidad es dejar que los acontecimientos se desarrollen y no embarcarse en pronósticos limitados. Ante una pregunta tan osada como la del supuesto desorden global, lo más honesto sería decir: yo no sé.