¿Están ahí todos los que son?

¿Están ahí todos los que son?

El Ministerio de Educación ha presentado querella formal contra una pareja de esposos por alegada estafa en la operación de compra-venta de unos terrenos por los que la cartera pagó RD$47.4 millones, a pesar de que mucho antes de esa operación ya la propiedad había sido declarada de utilidad pública por el Poder Ejecutivo. De primera intención y en el mejor de los casos, parece que se pasaron por alto requisitos elementales sobre compras y contrataciones públicas antes de cerrar negocio y autorizar el pago. Y en el peor de los casos sería difícil descartar posibles complicidades en tramos importantísimos de este escándalo multimillonario.

El Ministerio Público no puede evadir la responsabilidad de investigar a toda autoridad que hizo viable la operación de compra-venta y determinar bajo cuáles premisas se autorizó la compra de una propiedad que ya era de utilidad pública. Y habría que verificar si paralelamente el Estado ya había librado la compensación pertinente correspondiente a los propietarios originales de los terrenos. En medio de este escándalo asoma su rostro grotesco el desorden en que se desenvuelve nuestra jurisdicción inmobiliaria, que tantos perjuicios y estafas ha prohijado y que es responsable de que más del 50 por ciento de la tierra del país carece de títulos de propiedad y de que muchos de los existentes sean poco confiables. Hay que llevar este caso hasta las últimas consecuencias.

Tolerancia cero para el ruido

La Federación Dominicana de Comerciantes (FDC) ha hecho una propuesta infeliz, aspirando a que las autoridades creen lo que esa organización define como “zonas de tolerancia musical” en las horas de ocio. Lejos de complacer semejante pretensión, lo que procede es endurecer las penalidades por la provocación de ruido, un contaminante que es responsable de graves trastornos de los sistemas nervioso y cardiovascular, así como para la audición.

En un país abrumado por los ruidos y que ha logrado pequeños avances en la lucha contra este problema, mal podría pretenderse retroceder hasta el grado de crear zonas en las que se pueda verter libremente el tóxico sonoro. Más que eso, hay que considerar ampliar los alcances de las pautas que prohiben la contaminación sonora, y endurecer los castigos para quienes las violenten.

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