HAMLET HERMANN
En Estados Unidos unos ataques terroristas dieron al traste con las torres gemelas del World Trade Center y el Pentágono. Aquel 11 de septiembre de 2001, los acontecimientos fueron seguidos en vivo y en directo por millones de personas convertidos en estatuas frente a los televisores. El estupor ante la magnitud de los ataques y la abrupta impresión por el derribo de los símbolos del capitalismo aturdieron al mundo entero.
En los años recientes aquí, en República Dominicana, ocurría algo parecido cuando contemplábamos impotentes cómo cada día aparecía en la prensa el caso de un ayudante del Presidente de la República vinculado al tráfico de drogas, así como funcionarios exhibiendo su incapacidad gerencial y ostentando con descaro la corrupción administrativa. Las máximas autoridades de la nación no reaccionaban ante las evidencias irrebatibles. Por el contrario, fabricaban justificaciones que no le daban respuesta a los hechos. Algunos dudaban que tanto delito que nunca era sancionado pudiera ser verdad. De ahí que el estupor se adueñara de muchos.
En aquel septiembre neoyorquino de tres años atrás los hechos eran descritos a toda hora por los medios de comunicación. Se repetían una y otra vez las imágenes de un avión colisionando contra una torre sin dar tiempo para que el problema se entendiera dentro del contexto general de Estados Unidos y del mundo. Pocos podían dudar de las abundantes y contradictorias notas de prensa de la Casa Blanca describiendo las pérdidas materiales y humanas producto de esos ataques. La magnitud de la tragedia impedía que el ciudadano se pudiera concentrar en los detalles que evidenciaban las incongruencias en la versión oficial que desde el primer día iban surgiendo. Algunos empezaron a pensar desde entonces que los verdaderos autores de los atentados estaban dentro del propio establishment, no en Afganistán.
Algo semejante ocurría durante el gobierno del proyecto reeleccionista llamado PPH. Los fraudes de los bancos comerciales, el relajo en que convirtieron a las Fuerzas Armadas y a la Policía Nacional, las evidentes estructuras oficiales para el delito, el incremento del tráfico de drogas y de todo tipo de delincuencia asombraban a la ciudadanía. El alud de datos delictuosos impedía que pudieran ser relacionados entre sí y racionalizados debidamente para entender que aquel gobierno se había convertido en una asociación de malhechores. Las contradicciones de los informes gubernamentales con lo que era vox populi o se publicaba en los medios de comunicación complicaba aún más la racionalización del problema.
Ahora, con el paso del tiempo, van apareciendo esporádicamente las piezas del rompecabezas que faltaban y se van descubriendo las verdaderas causas de lo que sucedía con lo del World Trade Center y el Pentágono, así como en el gobierno que padecimos los dominicanos. Al analizar aquellos hechos saltan a la vista sucesos extraños, incertidumbres y explicaciones ilógicas que provocan el descreimiento colectivo. Nadie confía en la explicación que pudiera dar un funcionario sobre alguno de esos casos en el que no se sabe quién es el enemigo. Todo era y es peor de lo que pudiéramos habernos imaginado, tanto en el Norte como aquí.
Los funcionarios vinculados al presidente Mejía abatidos en lugares públicos por decenas de disparos no eran otra cosa que ajustes de cuentas entre los narcos. Oficiales superiores de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional ya son identificados por organismos extranjeros y nacionales como vinculados al crimen organizado mundial. Todavía hoy, muchos de esos hechos siguen rodeados de misterio y la ley del silencio, la omertá siciliana, trata de ser impuesta para que la impunidad prevalezca. Es tanto lo que nos ha mentido el aparato gubernamental que el escepticismo y la incredulidad han sentado sus reales en la
conciencia del dominicano común que no participa de la piñata partidaria que rige nuestro país.
La mentira y el cohecho parecen haber sido las características más destacadas de los acontecimientos recién pasados. Quizás junto al 1944, el 2004 podría ser el peor acto de la historia económica y moral de República Dominicana. El ciclo de sesenta años lunares se cierra justo donde comenzó, con el aumento de la miseria, gracias a la corrupción, la arrogancia, la ignorancia y la incompetencia de los gobernantes. Ojalá se inicie con buen pie un nuevo ciclo, con el apoyo de todos nosotros, para que el desastre que acabamos de sufrir pueda ser restañado. Sin prisa, aunque sin pausas.