Ser mujer y migrante no es fácil. Cuando las mujeres decidimos migrar nos enfrentamos a una serie de pérdidas y renuncias que hacen compleja nuestra vida en otro país. Para nosotras la migración tienen renuncias múltiples que posteriormente tenemos que llorar y asimilar en soledad.
Dejamos en otro territorio a la tribu femenina que nos sostiene y acompaña en momentos de crisis y felicidad. Allá, a miles de kilómetros de distancia, dejamos a nuestras mamás, hermanas, vecinas, amigas, compinches, primas, compañeras de trabajo que nos cuidan cuando enfermamos, comparten la crianza de nuestros hijos cuando es necesario y/o nos invitan un café para distraernos hablando «pluma de burro». Se nos hace difícil volver a confiar y representa un verdadero desafío encontrar a tu “nueva mejor amiga” para hablar de cosas tan triviales y tan profundas como el nuevo color de cabello, el dolor del período menstrual, los hijos, las crisis en las relaciones de pareja, la nostalgia, las alegrías, los proyectos de vida…
Ser mujer y ser extranjera NO ES FÁCIL. A menudo vivimos en soledad las pérdidas, los conflictos, las renuncias. Buscamos incesantemente los motivos que justifican nuestra permanencia en el nuevo territorio (que es mío pero no lo es). Nos enfrascamos en una lucha constante de convencernos de que estamos mejor aquí que allá, que vale la pena renunciar a tu comida, a tu gente, a tu clima, a tu familia para estar ahí, así como estás.
La necesaria búsqueda del bienestar fuera del país de origen hace que no aceptemos las crisis como algo natural y nos “traguemos” los fracasos por miedo a la valoración del entorno que puede concluir diciendo: “Vino a pasar trabajo para acá”, “mejor que regrese a su país”. El miedo a que descubran altibajos cotidianos hace que con nuestros compatriotas aparentemos estar felices y satisfechas, convertimos nuestra vida en una foto de Facebook donde todo es alegría; sin embargo, las barreras internas y externas que cuestionan el bienestar siguen latentes y para muchas mujeres migrantes son permanentes.
En el nuevo país las barrera de género, edad, nacionalidad y maternidad se suman para colocarnos en desventaja frente a los hombres de nuestro mismo territorio. Por ser mujer-madre-esposa-extranjera-indocumentada-pobre tenemos que demostrar que sabemos, queremos y podemos hacer las cosas. Buscamos que se nos acepte y ofrecemos lo que no tenemos para demostrar que “somos buena gente” y que sí queremos pertenecer a esta nueva dinámica política, social, laboral y de relaciones.
Este 8 de marzo quiero hacer un alto a la camisa de fuerza de la felicidad en el exterior. Quiero abrazar a todas las dominicanas ausentes y decirles que no están solas y que lamentablemente la nostalgia, la discriminación, la complejidad y los conflictos nos une. Abrazo a la banileja que está embarazada y está muy lejos de su mamá y familia; a la cibaeña que no encuentra trabajo digno porque no tiene papeles de identidad; a la ocoeña que tiene 20 años sin ir a República Dominicana porque no tiene dinero; a la mocana que sigue en el exterior porque comparte la guardia y custodia de sus hijos; a la sanjuanera que vive del trabajo sexual; a la azuana que lucha por ganarse un lugar profesional en el extranjero; a la dajabonera víctima de violencia de género, a la de Montecristi que acaba de ser mamá pero no tienen una red social de apoyo.
A las mujeres dominicanas en México les propongo que construyamos una red solidaria y de confianza donde nos podamos encontrar para reír, llorar, comer, cantar. Hagamos una tribu de mujeres donde quepan muchas mujeres y nos abracemos y acompañemos desde la hermandad, donde podamos mirarnos con las otras sin competencia, sin temores, sin desconfianza. Una red de amigas que acompañe la nostalgia y se coma a la distancia con yuca ( y salami si se puede).