Parto de una importante premisa que subrayo ya de entrada: este artículo no debería existir. Tampoco por tanto esta celebración. La del 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer. Sus orígenes se remontan hace un siglo a los movimientos socialdemócratas que homenajeaban las incipientes reivindicaciones socio-laborales de las mujeres y que posteriormente Naciones Unidas institucionalizó anualmente desde 1975 en esta fecha concreta del 8 de Marzo.
La mujer no se merece semejante ninguneo, un día del año como homenaje, puaj. Los hombres, por esta misma regla de tres, tendríamos los segundos contados para acaparar por méritos propios una fecha concreta en el calendario. La igualdad de sexos, tan cacareada y reivindicada de forma unánime por todos los estratos de la sociedad, ya sea bienpensante, liberal o progresista de corte tradicional o radical, se convierte en una panoplia sobre la que rebotan frases hechas, lugares comunes, elogios múltiples cargados de flores y hueros de contenidos y sobre todo la hipocresía como norma establecida.
Nos ponemos todos estupendos este día con discursos grandilocuentes, recabamos los últimos datos sobre las evidentes desigualdades entre sexos, nos llevamos las manos a la cabeza por ello y clamamos contra semejante injusticia, y al llegar a casa pedimos que nos coloquen las zapatillas, la comida por delante y que nos enciendan un puro. O poco menos, o “mucho más”.
Los grandes gestos sobran, no sirven absolutamente para nada, a los datos me remito. Si acaso para constatar la supremacía del hombre sobre la mujer por los siglos de los siglos mientras todo siga establecido así. La verdadera igualdad entre sexos únicamente se puede lograr en las actitudes cotidianas, en un día a día sin miradas por encima del hombro y en un compromiso real por valorar los hechos y no el sexo de quien los logra. Y sobre todo en una educación constante y comprometida desde el origen de la vida, solo así puede nacer una sociedad más justa e igualitaria.
Una lectura en diagonal de las noticias de un día cualquiera de este 2015, en pleno tercer milenio, ofrece una realidad desoladora: casi nula presencia de mujeres en los consejos de administración de las grandes empresas, gobiernos encorbatados con presencia testimonial de mujeres en segunda fila, goteo incesante de crímenes machistas en el seno familiar, desigualdades laborales y salariales lacerantes, persecuciones legales por abortar… ¡Hasta la corrupción parece sólo una cosa de hombres! En definitiva, una bofetada directa a nuestras conciencias.
No sería descabellado echar mano de la teoría de la conspiración y pensar que un lobby supremo de hombres intangibles dirige también los designios de estas desigualdades para mantener el statu quo adquirido por el machismo imperante de los últimos milenios. De ahí la importancia de mantener vivo y con lustre este Día Internacional de la Mujer. Dejemos que se hable de ellas un día al año para olvidarlas sin más los 364 restantes, pensarán. Ja. Imbéciles.
El término “hacedor”, apunta la Real Academia Española, se aplica especialmente a Dios. Desde aquí quiero enarbolar mi humilde homenaje al margen de institucionalismos varios y subrayar una virtud que nadie ni nada les puede arrebatar: la posibilidad de dar vida. Hacedoras de vida, compañeras del alma, compañeras en todo, compañeras por igual en la vida. Sustento vital de una humanidad que persiste en el error de seguir caminando a rastras con tal de no erguirse con dignidad en pos de una verdadera igualdad. Porque, a fin de cuentas, ya lo dijo Simone de Beauvoir: “El problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres”. No hay más.