Estocolmo y Maracanazo dos hechos recordados en los mundiales

Estocolmo y Maracanazo dos hechos recordados en los mundiales

POR MARIO ARVELO, HÉCTOR MOLINA Y ARTURO PEÑALÓ (y 25)
Características peculiares al mundo del fútbol motivan que, con cierta frecuencia, tengan lugar encuentros entre clubes modestos enfrentados a los grandes del balompié. Amén de los partidos que ponen de frente a líderes y colistas (partidos que no pocas veces se decantan a favor de los que luchan por no descender, en detrimento de los que soportan la presión de la vanguardia, que se hace muy pesada hasta para quienes visten de una camiseta repleta de prestigio), los encuentros de Copa obligan a los clubes de mayor tradición a medirse a equipos de divisiones inferiores, y hemos visto el caso de oncenos que, compuestos por aficionados, han llegado lejos en su búsqueda de gloria.

No es muy común, por lo demás, ver a un equipo de divisiones inferiores levantar un trofeo de envergadura, pero tampoco es raro encontrarse con equipos débiles de la división de honor alcanzar la gloria por sobre las escuadras más poderosas: el Zaragoza y el Espanyol han vencido la Copa del Rey frente a rivales de mayor potencia en nómina; igual ha hecho el modesto Vicenza en la Copa Italia; del mismo modo han escrito sus nombres en la historia de la Copa de la Football Association conjuntos de limitado poder como el Wimbledon y el Coventry, por sólo indicar cinco ejemplos recientes.

Ante tal situación, la preparación mental de los «pequeños» puede resultar esencial a la hora de producir un batacazo, como dicen los españoles, o dejar que el marcador siga las leyes de la normalidad. Muchos equipos llegan con un estado emocional de inferioridad que les impide concretar una sorpresa, llegando incluso muchos miembros de su plantilla a solicitar a sus ídolos respectivos un cambio de camiseta al final del partido (cuando no se ha dado aún el pitazo inicial). Se produce entonces una especie de síndrome de Estocolmo, donde el jugador del equipo de menor cartel se rinde y disfruta lo que sus victimarios deciden hacer sobre la cancha de juego, contentándose perversamente en ser parte de su propio vapuleo.

La historia del fútbol está, en todo caso, adobada con historias fantásticas. La mayor de esas sorpresas, el espectáculo del tipo David versus Goliat más extraordinario jamás visto sobre una cancha «quizás podríamos incluir las de cualquier otro deporte» se produjo en el Estadio de Maracaná, localizado en Río de Janeiro, Brasil, durante la gran final del Mundial de 1950. En esa ocasión, la selección uruguaya se enfrentaba, como visitante, a una fortísima escuadra canarinha. El equipo dueño de casa, vestido con los colores tradicionales de su bandera nacional, llegó a la final arrollando a todos sus contrarios: en la liguilla inicial México cayó por 4-0 y Yugoslavia se inclinó con pizarra de 2-0, aunque Suiza logró una suerte de milagro premonitorio, sacando un empate a dos goles con los amazónicos. Las conquistas suizas fueron, por cierto, las únicas concedidas por los de camiseta verdeamarela en la primera ronda, y no alcanzaron a los helvéticos para evitar ser descalificados.

Para aquella ocasión, la segunda y última ronda del torneo era una nueva liguilla, a la cual fueron convocados los ganadores de cada uno de los grupos de la vuelta inicial: acompañaron a Brasil los oncenos de Suecia, Espana y Uruguay. Cabe indicar que los uruguayos tuvieron un sencillo prolegómeno, ya que sólo disputaron un encuentro (goleada 8-0 a Bolivia) ante el retiro de Escocia y de Turquía antes del inicio de la liguilla.

Una vez Brasil hubo derrotado a Suecia (con marcador de 7-1) y goleado 6-1 a España, los directores de todos los diarios del país sudamericano habían impartido instrucciones de que la primera página llevara el titular de «Brasil Campeón»: sólo Uruguay tenía posibilidades matemáticas de alzarse con el trofeo, y para ello debía derrotar a Brasil, ya que un empate (recordemos que se trataba de una nueva liguilla) garantizaba el triunfo de los canarinhos, que acumulaban cuatro puntos, por tres de los uruguayos, que empataron a dos goles con España y vencieron a Suecia con apretado marcador de 3-2.

Así las cosas, los brasileños salieron a la cancha a ganar o, en su defecto, empatar. Debían hacer «vista la calidad de su nómina, la condición de dueños del local y la suficiencia de unas tablas» lo fácil. Pero no contaban con que Uruguay, vistiendo uniformes celestes, venía por todo o nada, tal y como les recordara su capitán Obdulio Varela, el popular Vinazo (apodo que le fuera otorgado por su estrambótica costumbre de vaciar en su insaciable gaznate varias botellas de vino en los vestuarios, para salir al terreno de juego debidamente entonado), en una proclama pronunciada antes del inicio del partido, cuando «en un arrebato de lucidez y sobriedad» proclamó: «Cumplidos solamente si somos campeones».

El Maracaná, entonces el mayor estadio del mundo por capacidad de acoger espectadores, había sido construido expresamente para el Mundial (allí se jugaron 8 de los 22 encuentros mundialistas, más que en cualquier otro terreno, incluyendo los 6 que se disputaron en el Estadio Pacaembu de S»o Paulo). En sus tribunas, con capacidad para un quinto de millón de personas (la asistencia oficial de parroquianos «los que pagaron la boleta, sin contar todos quienes entraron sin poseer billete» fue de 199,854), los brasileños eran muchedumbre, dueños absolutos de la presencia y la fiesta, celebrando de antemano un título que consideraban totalmente asegurado. El partido era un trámite. Un pasatiempo. Un tentempié para el banquete de la samba y la risa. Pero otra cosa estaba escrita, o mejor dicho, otra cosa iba a escribirse.

El resto de la historia de esta Copa del Mundo la dejamos en manos del escritor uruguayo Eduardo Galeano, quien nos regala su prosa impecable en «El fútbol a sol y sombra»:

«Cuando el brasileño [Albino Cardoso] Friaça convirtió el primer gol, un trueno de doscientos mil gritos y muchos cohetes sacudió al monumental estadio. Pero después [Juan Alberto] Schiaffino clavó el gol del empate y un tiro cruzado de [Alcides Edgardo] Ghiggia otorgó el campeonato a Uruguay, que acabó ganando 2 a 1.

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