Estorbos a la dominicanidad

Estorbos a la dominicanidad

PEDRO GIL ITURBIDES
¡Cuán angustiosa es la dominicanidad! ¡Con cuánto rubor hemos de ostentarla! Hubo días en que de la sola evocación del gentilicio emanaban supeditación y dependencia, y en los cuales el pesimismo adornaba a todos nuestros hijos. Lo cuenta Rosa Duarte y Díez al recordar las gestiones del hermano, fundador de la República. Apenas toca él las primeras puertas, cuando deviene el rechazo, recordándole algunos que el nuestro es pueblo para vivir escarnecido en la esclavitud. Duarte, sin embargo, no les creyó.

Pero no andaba lejos Manuel Joaquín Delmonte cuando tal cosa le dijera. Sin duda recordaba los días de 1821, en que Juan Pedro Boyer tomó de pretexto para invadirnos, las cartas de varios dominicanos. Estos se cuentan entre el número de aquellos que a lo largo de los tiempos han juzgado evanescente la esencia de la dominicanidad. No por los apellidos, muchos de los cuales se vindicaron en los años siguientes, sino por las conductas, estos connacionales viven aún entre nosotros.

La isla Española como la bautizara el Almirante Descubridor, se denominaba en las lenguas aborígenes, con cinco diferentes vocablos. Tanto don Cristóbal Colón como posteriormente Fray Bartolomé de las Casas, la llaman Babeque, Bohío, Caribana y Haití. No pocas veces algunos aborígenes decían, o los españoles entendían, Baneque por Babeque. El padre

Francisco López de Gomara recogió, a su vez, el socorrido término Quisqueya, al que apelamos con devoción casi mística. Pero es el vocativo de Santo Domingo, el de la ciudad que se funda al sur de la isla, el que finalmente la arropa a todo ella. Y de él nace el gentilicio de cuantos viven al este de la sinuosa raya trazada en Aranjuez.

Lo usaron los dominicanos de los tiempos de la cesión a Francia, para afianzar su amor a las emociones perdidas. Se abrazaron a este gentilicio en los días de la reconquista en que se juraba adhesión a los dictados de la Constitución de Cádiz, y los pregones viajaban de pueblo en pueblo. Con delectación se aferró al mismo Juan Pablo Duarte y Díez cuando propuso a sus amigos la separación de Haití.

Y sin embargo del recorrido sin par de tal gentilicio, acrisolado en épicas jornadas, tememos bruñirlo y hacerlo lozano. A nuestro lar llegan vecinos que suplantan nuestro grito con el suyo, y nos arredran con sus amenazas.

¡Pero ay de los nuestros que proclamen allende las fronteras el sentido de su individualidad nacional! El último que lo intentó y le faltó poco para que le colocasen encendido al cuello un viejo neumático de vehículos, fue mi amigo el doctor José del Carmen Acosta. Ostentaba él funciones de embajador de la República ante el vecino Estado, y pretendió hacer valer el sentido de su dominicanidad. Debió ser traído de urgencia a su tierra, para evitar que el fanatismo primitivo se adueñase de su cuerpo. ¡No se respetó siquiera su condición de hombre orgullosamente arrayano! Pero aquí vienen y nos acusan, desde escenarios dominicanos, por racismo, esclavismo y xenofobia. Y tememos enfrentar con bravura estas falsas acusaciones. Vienen y como caballos de Troya, usurpan la voz y las palabras de muchos nuestros para invocar la necesidad de que se nos condene por creer que somos un pueblo independiente. Y nos callamos porque en realidad, seguimos pensando como el señor Delmonte el día en que tiró las puertas en las narices del fundador de la República.

Es bregosa la nacionalidad de los que vivimos en la parte este de la isla de Santo Domingo, la parte oriental de la vieja isla Española. Porque además de que carecemos de los arrestos para gritar la dominicanidad de nuestros sentimientos, tenemos en contra organismos multilaterales que transfieren la responsabilidad que no asumen ante estos vecinos. Hora es de preguntarnos si comprendemos lo que significa nacer en una tierra determinada y decirse hijos sentimentales de la misma. Hora es de preguntarnos si alguna vez entendimos qué significa ostentar una nacionalidad. Como la dominicana, por ejemplo.

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