Estrategia de penitencia para la responsabilidad fiscal

Estrategia de penitencia para la responsabilidad fiscal

Grupo de Consultoría Pareto
En nuestro imaginario colectivo, habita un Estado feroz, que se alimenta con gastos e impuestos. Esa imagen de la burocracia pública es una reacción comprensible ante  una singular  combinación de reformas tributarias, nómina estatal creciente y muestras de corrupción al través de distintos gobiernos. Así, el veredicto popular ha concluido que el Estado no sólo es ineficiente (puesto que malgasta y despilfarra recursos bajo su administración), sino también voraz  (dado que absorbe una cantidad exagerada de recursos).

La acusación de ineficiencia no admite duda razonable; la de voracidad, sin embargo, es un mito. Contrario a la apreciación común -y a despecho tal vez de la ilusión de quienes le han administrado- el Estado dominicano es una entidad pobre, que por varios decenios ha carecido de recursos necesarios para ejecutar cabalmente sus funciones de desarrollo. Por tanto, si bien elevar la calidad del gasto es la necesidad más perentoria, una visión de mediano plazo exige replantearse la capacidad recaudatoria del Estado.  Este artículo escudriña esa verdad mortificadora.

El costo fiscal del crecimiento.  El año 1968 es un punto de partida conveniente. Ese fue el momento cuando, tras dejar atrás una dictadura infame, el país inició una estrategia de crecimiento basada en incentivos tributarios al sector industrial. La estrategia resultó exitosa: el sector industrial creció de forma acelerada, y elevó su participación en el PIB desde cerca de 16%, en 1968,  hasta alrededor de 20% en 1975. Pero el proceso de industrialización tuvo un costo en materia de renuncia fiscal. En 1968, el Gobierno recibía alrededor de 14 pesos de impuestos por cada 100 pesos generados en la economía; en 1982, la relación se había reducido a menos de 7 pesos por cada 100.

Junto a intensas demandas internas y caída de las exportaciones, el desenlace del proceso fue un déficit fiscal de grandes proporciones, que a principios de los ochenta obligó a un acuerdo con el FMI. Un punto nodal del ajuste fue el inicio del ITBIS, que permitió revertir la caída libre de la presión tributaria.  No obstante, aunque hubo cambio de actores, la esencia del libreto se mantuvo invariable: las exenciones industriales se trasladaron al turismo y  zonas francas, de modo que los sectores de crecimiento se encontraban nuevamente exentos. Es por eso que la recuperación de los recursos públicos fue lenta y requirió una secuencia de impulsos: la reforma de 1992, la creación de la Dirección General de Impuestos Internos en 1997 y, a lo largo de la década actual, una variedad de reformas tributarias con el único objetivo de conseguir ingresos. Esas medidas apenas han servido para llevar la presión tributaria al nivel en que se encontraba 40 años atrás.  Aún si se ignoran las fluctuaciones de corto plazo,  la participación del Estado dominicano en la economía se encuentra todavía por debajo del nivel que alcanzó con Trujillo y por debajo del promedio de América Latina. Este último, a su vez, es considerado por todos los analistas como inadecuadamente bajo. 

El problema radica en el pobre rendimiento de algunos tributos, entre los cuales se destacan los impuestos sobre la renta y sobre la riqueza -que en otras economías son el centro de las recaudaciones, pero en la nuestra generan menos de un tercio de las recaudaciones. La  tasa de evasión del ITBIS probablemente supera el 25% y, en la forma de gasto tributario, el Estado renuncia a un tercio de sus recaudaciones potenciales. En consecuencia, aunque la carga tributaria es baja, su peso resulta agobiante para quienes realmente la pagan.  

Las implicaciones de la anemia fiscal.  En cualquier economía, el Estado tiene un papel importante en la provisión de bienes que, por su naturaleza, no serían provistos de manera eficiente por el mercado. Y las sociedades poco cohesionadas requieren, además, una intervención estatal en el combate a la pobreza y desigualdad de oportunidades.  En el caso dominicano, el tamaño limitado del Estado tiene varias implicaciones para el cumplimiento de esas tareas.

La primera implicación es que, a lo largo del tiempo, el Estado se ha desprendido de funciones que le son propias, o ha reducido la calidad de sus servicios. Las inversiones en educación, salud, seguridad social, protección del medio ambiente y seguridad ciudadana se encuentran entre los casos más lamentables. Una segunda implicación del achicamiento estatal es la incapacidad para ejecutar políticas de estabilización macroeconómica sin generar crisis. En términos simples, el Estado dominicano es demasiado pequeño para contrarrestar los choques recesivos de la macroeconomía,  a menos que desborde sus límites e incurra en déficits fiscales de consecuencias calamitosas. La tercera implicación es la incapacidad del Estado para ejecutar una política social efectiva.

La historia fiscal dominicana refleja un desequilibrio entre la  demanda de funciones públicas y los recursos disponibles para su materialización. Cualquier observador racional, por ejemplo, sabe que el cumplimiento de todas las leyes que asignan fondos especiales es claramente inviable. El problema se agrava con la improvisación, ineficiencia y corrupción, pero limitar su esencia a esos factores es –para usar una expresión de Rodó- un raciocinio inútil, estrecho y engañoso.

Una estrategia de penitencia.  Por todo lo anterior, es evidente la necesidad de replantear el tema tributario, en lo que respecta a la equidad entre los contribuyentes y a la distribución socialmente útil de recursos entre las instancias pública y privada. Pero, en ausencia de otros cambios, aumentar los fondos estatales sería una invitación a un mayor despilfarro, sin ninguna garantía de resultados deseables. ¿Cómo resolver ese dilema del huevo y la gallina?

Una estrategia posible es que las fuerzas relevantes (empresarios, trabajadores y sociedad civil) propongan al Estado una trayectoria en que la presión tributaria aumente de forma paulatina hasta el nivel que se crea conveniente, pero de forma tal que cada pequeño aumento deba ser precedido de 1 ó 2 años de mejoras verificables en la transparencia y calidad del gasto. El esquema de verificación requeriría el establecimiento de un Consejo de Responsabilidad Fiscal, formado por entidades no gubernamentales, que evalúe sistemáticamente las ejecuciones presupuestarias en áreas clave y cada semestre haga públicas sus conclusiones. Se trata, en suma, de condicionar la mayor amplitud del espacio fiscal a un proceso de penitencias sucesivas, para recuperar la confianza que décadas de desmanes fiscales han erosionado.

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