Estrujar al lector contra las cosas

Estrujar al lector contra las cosas

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Cuando un escritor produce un texto bien pensado, bien sentido y bien redactado, es mas que probable que sea leído, una y otra vez, tanto por personas muy instruidas como por gentes con poca o ninguna educación formal. La absorción de un escrito de alta calidad por el lector común es un simple fenómeno de la atención. El sujeto que lee queda atrapado por el sujeto que escribe.

En primer lugar, porque el escritor sumerge imaginativamente al lector en un trozo de realidad con «representación» tan eficaz que a este le parece vivirlo. El escritor ha de partir del sustantivo, de la cosa misma que debe mostrar al lector. Substancia es una viejísima palabra con la cual los latinos tradujeron la palabra griega ousía, un invento ontológico de Aristóteles. Substancia es algo que subyace tras lo aparente y que, por debajo del color y la forma, constituye «el ser» de cada cosa. Así lo entendieron durante siglos los monjes medievales que crearon la filosofía escolástica. Sustancia, sustantivo, substancial, substante, son hoy palabras de la lengua española que se usan para todo: desde la filosofía y la gramática, hasta la cocina, la política, el periodismo, la economía. El poder del substantivo – en el idioma y en la realidad – es incontrastable. Nadie puede escapar a la presencia inmediata de la piedra, de la flor, del peligro o la belleza. El hombre – la mujer – atiende un escrito por la misma razón que atiende al automóvil que puede arrollarlo. La realidad desnuda genera en nosotros un estado de alerta o apertura atencional.

Algunos escritores no se atreven a mirar la realidad de frente. Soslayan lo real para no sufrir la conmoción intima de su impacto. Unamuno decía que existen personas que «se dedican a contarle las cerdas al rabo de la esfinge en vez de mirarla a los ojos». De este modo eluden las astas del toro de la realidad mediante un capoteo artificioso. A esto se llama andar por las ramas y no tocar tierra. Pero no hay árbol que no tenga las raíces enterradas; el tronco sostiene ramas y hojas porque está anclado en la tierra, que es fundamento, base o apoyo de todas las cosas. Un escrito «retórico» nunca logra «sacudir» al lector porque no es capaz de transferir el encontronazo vital con la realidad. Los escritos retóricos, insinceros o inesenciales, generalmente están llenos de adjetivos y galanuras verbales. Sin embargo, no son buenos conductores de la «corriente eléctrica» que hace la comunicación entre los hombres que escriben y los que leen. La «descarga», emotiva e intelectual no tiene lugar por la falta de substantivos. Esta es la primera cuestión que debemos examinar cuando tratamos de «desentrañar» un texto y no avanzamos en la lectura: ¿Está compuesto por adjetivos o por substantivos? ¿Toca la tierra o anda por las ramas?

Eso, en lo que atañe al asunto, al tema, al objeto del escrito, a su importancia real y colectiva. En lo que concierne al autor del escrito, es imprescindible que haya pensado en los temas antes de sentarse a escribir acerca de ellos. Y es necesario que los haya sentido como propios, o sea, suyos emocionalmente. Solo así podrá transmitir a la vez lo objetivo y lo subjetivo, lo de afuera y lo de adentro, a un hipotético lector. Este lector tiene – igual que el escritor – un adentro; y mil veces se ha visto compelido a afrontar diversas realidades concretas, inaplazables, que afectan su vida de una manera u otra. En el lector están dadas de antemano las condiciones para la «comunión» con el escritor. Pero se requiere que el lector «salga» de la somnolencia a que le empuja la tediosa cotidianidad; que supere la dispersión y la haraganería; en fin, que fije la atención en el escrito. Para dar un pinchazo al lector distraído sirven: el titulo y el primer párrafo, que son fachada y reclamo para captar su interés. En realidad, meras técnicas auxiliares de redacción.

Ciertos pasajes de las obras de algunos escritores podemos leerlos y releerlos; incluso deseamos leerlos a otros, en voz alta, para disfrutar del flujo de las ideas, de la agudeza de las observaciones, de la armonía de los párrafos, de la precisión de los términos empleados. Son textos encantadores a los que volvemos sin esfuerzo y con placer. En nuestra época suele medirse el volumen de lo que llaman «la lectoria»: de un periódico, de una revista, de una publicación especializada. Los expertos en mercadeo y los estadígrafos han descubierto horrorizados que la gente lee poco, no solo los escritos de opinión sino también las informaciones que tengan extensión mayor de una cuartilla. Se han propuesto numerosas técnicas para fomentar en los niños él hábito de la lectura; o para que los investigadores puedan leer con más rapidez una colección de documentos antiguos. Ambas cosas son dignas de aplauso. Ahora bien, buena parte de la culpa de que se lea menos en la actualidad la tienen los escritores rutinarios, pues no estrujan la cara del lector contra la punzante realidad. Restregar el rostro del lector contra las cosas… quizás sea la formula prosaica de una nueva «Arte Poética» para uso de periodistas.

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