En la película Monty Pythons The Meaning of Life (El sentido de la vida según Monty Python) hay un episodio donde dos empleados de una agencia de donación de órganos visitan a un donante saludable para extraerle el hígado, quien se negó al procedimiento alegando que la donación era si él moría y ellos le informaron, mientras lo amarraban, que no conocían a nadie sin hígado que estuviera vivo, mostrándole la tarjeta firmada para la donación.
Quienes se encuentran artificialmente vivos, mantenidos con máquinas y sin función cerebral registrable, son los candidatos perfectos para la donación de órganos y en ese sentido se está poniendo de moda el trasplante de rostros con ejemplos exitosos en España, Francia y Estados Unidos, siendo notorio que, en casi todos los casos, se obvian importantes detalles del proceso de selección, preparación y resultado final con el donante cuya muerte verdadera se produce luego de la donación, lo cual probablemente implica un convenio entre ambas familias y los cirujanos.
No se debate la decisión de donar un órgano vital en quien tiene pleno uso de sus facultades mentales. Lo preocupante es el momento de decidir cuándo retirarle el órgano donado con la premisa de que de todos modos morirá, ya que, aún con diagnóstico de muerte cerebral por electroencefalograma, se ha reportado recuperación de actividad cerebral en personas con respirador y corazón latiendo por medicamentos, previos a eutanasia o extracción de órganos, lo que ha motivado precaución en científicos que no desean cometer errores desconectando enfermos prematuramente sin pruebas concluyentes.
No creemos en milagros, pero si hay casos extraordinarios, se conmocionan los científicos ordinarios.