Etica posible y deseable para RD

Etica posible y deseable para RD

JOSÉ LUIS ALEMÁN, S.J.
El tema hacia una justicia social en la República Dominicana, no puede reducirse a la formulación de objetivos generales válidos para todas las sociedades. Necesariamente hay que hacer referencia al país, pero antes me parece oportuno distinguir entre preceptos normativos exigibles a las personas y normas de organización institucional.

ÉTICA PARA LOS INDIVIDUOS Y ÉTICA PARA LAS INSTITUCIONES

Pio XI escribió ya en 1931 en su encíclica Quadragesimo anno: «Todo cuanto llevamos dicho hasta aquí sobre la equitativa distribución de los bienes y sobre el justo salario se refiere a las personas particulares y sólo indirectamente al orden social». Existe entonces una ética del «orden social», de las instituciones en el sentido de que facilitan o dificultan la conducta ética individual.

 John Rawls en su famoso ensayo sobre la Justicia como Equidad (Justice as Fairness) publicado en 1958 y que tanto influyó en la obra de Amartya Sen, distingue entre la justicia de las acciones concretas de las personas, la justicia de las instituciones que tratan de eliminar diferencias arbitrarias entre las personas y entre las organizaciones de una sociedad y de fomentar un equilibrio adecuado a sus reclamos, y la justicia como «una visión inclusive de una sociedad buena» o de un «proyecto de nación». Las dos primeras «justicias» tienen que ver con la moral «de presión», la tercera con la «de aspiración» de Bergson.

La fuente de la especificidad del cambio social que experimenta América Latina en su ordenamiento jurídico, y del que República Dominicana es caso patente, está en el paso de una sociedad de «fueros» a una de derechos. Jorge Prats, inspirado en Wiarda dice: La «estructura corporativa de la sociedad, junto con el orden jurídico y político que la sancionaba, prevaleció en América Latina durante toda la época colonial y, aunque legalmente desterrada a partir de la independencia de España, influye de modo especial en la concepción de los derechos: estos se conciben más como privilegios  de un grupo o cuerpo que se arrancan al poder político o que éste reconoce a los mismos que como derechos inherentes a las personas. Ello explica por qué las constituciones de las recientemente independizadas naciones latinoamericanas confieren una posición especial y privilegiada a grupos tales como la élite criolla la Iglesia y las fuerzas armadas… Estas corporaciones son vistas como los detentores residuales del poder y autodisciplina de un Estado fraccionado en la vorágine de la independencia y de las guerras civiles subsecuentes y que sostienen el tejido social mientras las élites creaban un nuevo actor corporativo que centralizase el poder: un Estado fuerte, autoritario y patrimonialista».

Obviamente el origen de este cambio hay que situarlo en la apertura a los cambios culturales, económicos y tecnológicos que antes experimentaron las sociedades europeas y norteamericanas.

En el caso dominicano habría que añadir la, en comparación con otros países latinoamericanos, muy tardía apertura externa del país, su aislamiento hasta de España que provocó una general «arritmia histórica» visible en la permanencia de una economía de subsistencia, en el ideal duartiano y de la constitución de Moca de 1857 de una sociedad en la cual el poder municipal era el primero de los poderes del Estado, en el importante papel legitimador de gobiernos jugado por la Iglesia Católica, en la misma independencia de Haití y no de España, en el explosivo crecimiento demográfico con migración a la ciudad, y en la permanencia de un sistema parajurídico de solución de conflictos y castigo de crímenes y delitos. Todos estos factores contribuyeron a un modo muy dominicano de hispanismo, catolicismo y tradicionalismo.

Esta apertura tardía al exterior ocasiona creciente anomía y manifiestas disfuncionalidades de la ética cultural de «presión». Está en boga hablar de una crisis moral aduciendo casos frecuentes de evasión de impuestos, corrupción pública y privada (especialmente en bancos), violencia e inseguridad pública, manejo descontrolado del gasto público, comisiones en contratos e inversiones públicas, desigual tratamiento por parte de los tribunales, ejecución de delincuentes por la policía, macuteo general, etc., etc. Crece también la conciencia de que la mera tipificación criminal de delitos y la proliferación de leyes prohibitivas tienen poca eficacia porque, aunque toda ética de presión termina formulando sus leyes, no todas las leyes generan presión social para cumplirlas. Situación, en suma, no muy distinta de la que se da en muchos países en desarrollo en los cuales la moral de «presión» se ha visto desfasada por un cambio económico y cultural criticado pero en el fondo deseado. La raíz del mal moral de nuestra sociedad está en el afán consumista de bienes y servicios llamativos (Pablo VI propuso contra ella un «espíritu de pobreza» contra una «valoración de bienes -consumista- en la cultura moderna», Ecclesiam suma, 50) y en el atractivo del poder como forma por excelencia de la política (M. Weber).

MURAL «DE ASPIRACIÓN»

Surge entonces la pregunta sobre la posibilidad de una nueva moral «de aspiración», religiosa o no, que permita una nueva y satisfactoria visión del mundo. Discutimos la posibilidad de alcanzar una mejora social a través de una religión mundana pero esto no significa que no exista una ética incluso «de aspiración» (la que funda una nueva concepción de la vida) no explícitamente religiosa; Hostos y Martí demuestran lo contrario en este turbulento Caribe. Duarte fue ejemplo de ética «de aspiración» de raíz religiosa.

Desgraciadamente la historia destaca sus ideales patrióticos y cívicos y meramente menciona lo que hizo de ellos personalidades que arrastraban a unos en sus seguimientos y hacían que otros los odiasen: el sacrificio ilimitado de su fortuna, sus talentos, sus amores y hasta su vida. Por eso más que «hombres de Estado» fueron «padres de la patria». Lo único que puede hacer cambiar sustancialmente el rumbo, recto o torcido, de una sociedad es el desprendimiento efectivo de bienes y de bienestar de hombres extraordinarios en favor del bien común.

Lo que vale de los padres de la patria, aunque en mucho menor grado, hay que afirmarlo del núcleo de sus seguidores; en lenguaje moderno, de su partido. Ostentación y riqueza contradicen existencialmente todo discurso justiciero. Lo que de los políticos decimos lo confesamos también de los dirigentes empresariales, sindicales y eclesiales.

Hay que reconocer que el ambiente cultural dificulta el nacimiento de esta ética de aspiración y de sus creadores tal vez más que en otros tiempos.

En primer lugar el fin de la guerra fría suprimió la opción económico-política ofrecida por el sistema socialista soviético. De hecho no se ha logrado una alternativa seria a la economía de mercado aun cuando la economía social de mercado de los países germánicos y nórdicos sí ofrece mejoras sociales importantes pero sin cuestionar la importancia del mercado para la generación de riqueza. Tampoco se puede hacer hoy una crítica frontal a la democracia política.

La caída del muro de Berlín marcó el fin de un mesianismo dentro de la política que ha sido sustituida por un pragmatismo abusivo y obsesivo que ha llevado a una pérdida de tensión moral en la política. Como consecuencia las diferencias políticas no son significativamente importantes (fin de las ideologías) porque todo el mundo busca hoy posiciones en el centro, en el «extremo centro». El discurso político es por un lado grandilocuente, y por otro tremendamente vacío. Se convierte en la magnificación de pequeñas diferencias o en el no querer posicionarse ante los problemas verdaderamente importantes. El discurso político tiende a ocultar las cuestiones fundamentales.

Además de este clima político extremadamente conservador hay que resaltar, en segundo lugar, la macdonalización de una economía orientada a la producción de bienes de consumo de sensaciones y gustos. En el mercado de sensaciones, de lo inmediato, no caben planteamientos trascendentales de la vida.

Estas dos dificultades militan, aquí como en todas partes, contra una «ética de aspiraciones», en concreto contra sus apóstoles. Posiblemente importan  hoy más en la vida social que en otros tiempos. Pero nunca ha sido fácil emprender caminos que suponen un estilo nuevo de vida y nunca tal vez ha sido mayor la conciencia de una pobreza excluyente que exige mayor justicia social.

La necesidad de un reformador o refundador ético concreto no está unívocamente determinada por el cuadro socio-cultural. El actor individual importa. No debemos, sin embargo, llegar al extremo de afirmar que la acción del reformador prescinde de su medio social y que es fruto exclusivo de su visión y de su voluntad. Más correcto sería afirmar que la acción individual está marcada y aun posibilitada por la situación social. Hasta la buena noticia del amor de Dios a este mundo en la persona de Jesús estuvo dirigida a una sociedad con una enorme cantidad de pobres y enfermos regida religiosamente por una moral ritual detallista. Las bienaventuranzas y la liberación de preceptos rituales responden a la realidad histórica de aquellos tiempos e inauguró una nueva forma religiosa de vida.

La incoherencia entre las aspiraciones del reformador y las necesidades de una sociedad puede explicar el fracaso de personas extraordinarias empeñadas en una reforma a fondo de la sociedad. El civismo de Espaillat no encontró eco. ¿Problemas de la inadapatación del mensaje o de la persona?

En estos tiempos de anomía es evidente la pobreza de muchos y la falta de institucionalidad social y política son caldo de cultivo de reformadores éticos. Sin ellos no hay esperanza sólida de generar una nueva ética «de presión» acatada por la inmersa mayoría de los miembros de una sociedad.

Importa para la sobre vivencia a largo plazo de toda nación la vigencia de una cultura «de presión» con reglas y actitudes consideradas obligatorias para sus ciudadanos. La ética «de presión» adecuada a una situación histórica no es un lujo o un capricho que personajes inquisitoriales pretendan imponer a una sociedad; es, en realidad, el cemento que mantiene la fábrica social sin necesidad del ejercicio continuo de una fuerza coactiva, que sería además perfectamente insuficiente.   

  Con lo dicho no niego la importancia para la causa de la justicia de disponer de un conjunto de principios orientadores de acción ni de medios legales para mantenerla y para castigar a quienes pecan abiertamente contra ella. La disponibilidad de «proyectos de nación» nuevos con énfasis en aumentar las posibilidades concretas de elegir en mayor libertad el tipo de vida que cada quien prefieran, tal como se propone en el estudio sobre el Desarrollo Humano de República Dominicana realizado por el PNUD, es aún más importante. Un papel similar debieran desempeñar algunos de los grandes documentos de la «Doctrina Social de la Iglesia» como Populorum Progresio, Pacem in Terris y la constitución apostólica Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II. Obviamente el lenguaje de estos documentos no es de uso común y necesita ser traducido para sus destinatarios. Pero la enorme ventaja relativa de estos documentos, ciertamente poco aprovechada, es que son-debieran ser-tema obligado de predicación y reflexión, lo que difícilmente sucede con cualquier otro tipo de proyectos de nación.

Ojalá que todo proyecto de nación eclesiástico imite el lenguaje preciso y laico, todavía muy por encima del nivel popular, de Rawls cuando formuló su idea de justicia institucional: «el concepto de justicia que voy a desarrollar puede formularse en dos principios: primero, cada persona que actúa en una institución tiene igual derecho a la más amplia libertad compatible con la de los demás; segundo, toda desigualdad es arbitraria a no ser que se espere que actuará en beneficio de cada uno y supuesto que todos los cargos y empleos (públicos) existentes obtenibles por votación estén abiertos a todos. Estos principios definen la justicia (social o institucional) como efecto de tres ideas: libertad, igualdad y remuneración a todos los servicios que contribuyan al bien común».

CONCLUSIÓN  

Mi respuesta a la pregunta sobre el camino hacia una justicia social en República Dominicana sólo es aproximativa y demasiado abstracta:

a) No creo en personas, instituciones y doctrinas que excluyen sistemáticamente de todo trato y comercio a otros grupos y personas a las que se atribuye la responsabilidad de todos los males y abusos de nuestra sociedad. Se excluye del diálogo a partes importantes de la sociedad.

b) Creo poco en la eficiencia de denuncias proféticas de nuestros males sociales sobre todo cuando se limitan a condenar los hechos sin estudiar las causas.

c) Algo más creo, pero no mucho, en leyes y programas que establecen o proclaman derechos políticos y sociales a contrapelo de creencias y actitudes sociales dominantes.

d) Confieso mi poca fe en sometimientos a la justicia selectivos que excluyen a personas de relieve social y  político, y en tribunales sometidos a fuertes presiones criminales y económicas.

e) Creo mucho más en la eficiencia de la formulación y propagación de principios de ordenación social orientadores que sean fruto de la inspiración explícita o implícita del Evangelio y de un diálogo sincero y respetuoso con representantes de las ciencias, de la economía y de la política.

f) Creo mucho en ese diálogo.

g) Creo que sin fuerte motivación a la acción ni las ideas ni el diálogo llegan muy lejos.

h) Creo que sólo un grupo de dirigentes y personas que renuncian a riqueza y al dominio de los demás producen el efecto contagio y la motivación requeridos para el nacimiento de un nuevo estilo de vida más justo. Quien tenga yipeta de lujo y se quiera sentir grande y respetado no sirve para inspirar un nuevo estilo de vida. Para otras cosas decentes y cotidianas puede que sí. Para estos existe una ética light, del tipo juvenil, cambiante, intrascendente.

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