A doña Martína se la está llevando quien la trajo en el renglón adquisitivo (lo que significa menos plátanos arroz y pollos en ollas y carderos), y los demás llegamos a pensar que todo se debía a que sus tres hijos tendenciados políticamente con el pasado y que nutrían su presupuesto doméstico habían sido, sencilla y llanamente, botados de sus empleos en el Estado, ahora en manos de jefes sedientos de hacerles sitios a sus incondicionales.
¡Pero no! Todo fue que los «desvincularon», gracias a un lenguaje dorador de píldoras que, de todos modos, la buena doña no sabe con qué se come eso. Yo tuve que explicarle las contundentes razones de su empobrecimiento exprés. Hijos privados drásticamente de cobrar salarios.
Ahora se llama «interrupción del embarazo» lo que antes era el corte mortal que aniquilaba gérmenes de vida en los vientres, y hasta cuerpecitos bien formados, que por lo común consistía en nuestra cultura de los impedidos monetariamente de contratar matasanos competentes y con recursos de ciencia, en enviar hacia el útero un gancho impropio y criminal. Antes solo se decía ABORTO y todo el mundo entendía.
Un general, no tan entrado en años como para cesar de funciones, fue puesto en retiro «honrosamente» hace más de un decenio.
Lo de «honrosamente» no ha servido para aliviarlo del corte radical de ingresos con que ha tenido que sobrevivir, casi con hambre.
Lo que en realidad pasó con él fue que le dieron una patada por los fundillos para que saliera de la institución sin los privilegios que los amiguismos y tráficos de influencias permiten a los menos de los altos mandos militares y policiales irse a sus casas con elevadas y privilegiadas pensiones, más los pingües beneficios paralelos que crearon desde las ventajas de tener ramos en los quepis.
A una cínica realista de esas que prefieren llamarle «al pan, pan y al vino, vino» que se pasó su juventud operando en los burdeles del Macorís del Mar, le pregunté ¿cuál había sido el resultado económico de su larga hoja de servicios, como disponer ahora de casa propia y ahorros a partir del más antiguo oficio de la humanidad, que yo, vista la evolución civilizadora que atenúa los tratamientos lingüísticos, preferí llamar «actividad de las trabajadoras sexuales». Me salió con un de atrás pa’lante: «¡Qué cosa dices!? Yo solo fui un maldito cuero toda mi vida!»
Hubo un tiempo en que los que estaban arriba, que son los mismos de esta época, en el que a las devastadoras alzas de alimentos no se les podía llamar así sin ofender la delicada piel de los mandamases de entonces que integraron por cuatro años a sus códigos verbales el llamar «reajuste» a todo lo que golpeara los bolsillos de los pobres poniéndoles la comida más lejos de la cuenta. Inofensiva forma de encasillar duros golpes a los bolsillos.
El término «damnificado» significa, según la Real Academia de la Lengua, «persona que ha sufrido daños de gravedad, en especial si son colectivos».
En el diccionario de los auxilistas dominicanos, que algunos consideran «paradigmáticos» y que se activan para cada catástrofe, solo existe una definición amigable para toda la gente que desesperada sale a la seco sin poder salvar sus bienes, ni una mecedora defondada siquiera, solo su vida: «desplazados» o tal vez «reubicados». Más menos lo mismo que hace, quitada de bulla, la gente que viaja para gozar de la vida.
Ya los lisiados por pérdidas espantosas de miembros (mancos, tuertos o sin piernas) de lo único que no se pueden quejar en el presente es de la manera recortada de gravedad con que los organismos especializados y de vocación altruista se refieren a ellos como «impedidos», chicos que a lo mejor cuánto están haciendo regularmente es privarse de una buena cena en el restaurante de la esquina.