Evangelio de Timoneda (4)

Evangelio de Timoneda (4)

Timoneda tenía la cara flaca, con algo de caballo; las cejas levantadas y una nariz larga, como un cartabón. El pelo le caía sobre la frente en grandes mechones descompuestos. Sin embargo, era de fuerte complexión. Su casa frente al río la hizo él mismo, con sus manos, casi sin ayuda. Era muy aficionado a la pesca. Tal vez la usaba como pretexto para estar sólo. Con frecuencia bebía. Tras una borrachera podía venir otra más grande. Pero también lograba estar varios meses sin beber. Entonces hablaba y hablaba, sentado en un “haragán”, delante del río, mirando pasar el agua.

Desde Chile le mandaban dinero, no sé de qué negocios o rentas. Tal vez lo enviaban algunos familiares. Aseguraban que Timoneda había nacido en Chile. La mujer de Timoneda, una negra de nalgas grandes y mirada soez, dizque le robaba la mayor parte del dinero que recibía. Un vecino fue quien dijo que las cartas que llegaban donde Timoneda tenían sellos de correos de Chile. Todo lo referente a este hombre era asunto embrollado. Un señor que trabajaba en la Secretaría de Educación iba ocasionalmente donde Timoneda para que éste le escribiera discursos. Parece que el funcionario sabía algo de la capacidad intelectual de Timoneda y le sacaba partido.

Ese fue el hombre que nos contó que Baltasar se metió a escribir en periódicos de Chile siendo muy joven, lleno de entusiasmo. Fue aplaudido en aquel país por su estilo conciso, irónico, de conocimientos plenos, fluido y hermoso. Escribió poco. Su fama, nos decía, fue mayor que su obra, excedía a las muestras palpables de su talento. Tal vez esto fuera verdad. No lo sé. La cosa es que si tenía talento, aunque no fuera escritor, aunque no hubiera llegado a serlo.

Escritos de Timoneda sólo vi uno. Eran versos. Creo que en el fondo estos versos eran invectivas contra su mujer y gritos atormentados de un hombre sensible que desperdició su vida. Él había estado casado antes con una mujer muy educada; eso lo supe de su propia boca. Pero en Santo Domingo vivía, sin casarse, con esa negra viril y agresiva, que unas veces cantaba y otras veces soltaba chorros de malas palabras. (Disparatario, 2002).

 

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