Que un escritor galardonado con el premio Nobel, confesadamente no creyente, solicite al jefe de la Iglesia católica que despida a algún obispo por sus juicios sobre un asunto extra-religioso, es tan improcedente e imprudente como que ése u otro prelado haga fama como agrio opinante inveterado de asuntos mundanos.
Es claro que me refiero a la reciente solicitud públicamente externada por don Mario Vargas Llosa para que el Papa Francisco mande a retiro al arzobispo de Santo Domingo, su excelencia reverendísima Nicolás de Jesús Cardenal López Rodríguez, y también al obispo de Lima. Se salvó el de Madrid, donde el gran autor pasa más tiempo, quizás porque ese no le cae tan gordo (¡gordamente suena mal!) o para evitarse un mal ambiente en la capital española.
Hace pocos meses, Vargas Llosa había tocado sensibles fibras dominicanas al opinar, atolondradamente, sobre la sentencia del Tribunal Constitucional que manda a regularizar el estatus de miles de inmigrantes ilegales que desean obtener documentos de identidad o hasta la nacionalidad dominicana. Precisamente la opinión del cardenal dominicano sobre la cuestión de la nacionalidad y las presiones internacionales sobre nuestro país motivaron el pedido del escritor peruano-español al Papa Francisco.
A mi juicio, Vargas Llosa ha hecho tremendo favor al cardenal López Rodríguez. Me obliga, y quizás a otros también, a defender a nuestro obispo. Porque me atrevo a apostar que las declaraciones de López Rodríguez sobre esa sentencia han coincidido –cosa rara en él- con un sentimiento abrumadoramente mayoritario de los dominicanos: aquí mandamos nosotros.
Si a Su Eminencia hay que ayudarlo, sería preguntándose cuántos dominicanos fortalecen su fe cristiana y su catolicismo al oír sus prédicas; cuáles problemas sociales efectivamente –más allá del “declaracionismo”- ha logrado resolver; cómo su ejemplo mejora a la sociedad dominicana o de qué manera beneficia a la Iglesia su liderazgo. O, ¿quiénes se sienten más representados por él? Pero en lo que tiene que ver con la sentencia que manda a regularizar el estatus de los inmigrantes ilegales, nuestro cardenal vio la luz. Don Mario erró otra vez…
Y yo particularmente debo agradecérselo. Porque hace años andaba anhelando la oportunidad de elogiar al Cardenal y escribir positivamente acerca de él, pero nunca se presentaba una ocasión tan propicia como la de ahora. Es claro, pues, que los milagros sí ocurren y que sólo hay que pedirlos con fe.