¿Existe un clasicismo oriental?

¿Existe un clasicismo oriental?

Si no contara yo con la comprobada benevolencia del lector, capaz de disculpar el atrevimiento del lego en apuros, mi situación sería en verdad desesperada. En efecto, de doble asechanza es menester que salga airoso en esta ocasión: primero, precisar el alcance semántico del vocablo clasicismo, tarea erizada de escollos habida cuenta de que esa encontradiza palabreja, no obstante su inofensiva catadura, en el decurso de los siglos ha venido a designar cosas muy distintas y no siempre conciliables entre sí. Y la segunda prueba a la que no puedo hurtar el bulto es la de emprender insólita cuanto extemporánea travesía por los parajes inconmensurables de la literatura oriental (desde Israel al Japón, desde los albores caliginosos de la historia hasta nuestros días) con el fin de avizorar en semejante océano de autores y de obras algún hecho expresivo al que quepa, sin desmedro del rigor del análisis ni de la prudencia estimativa, calificar de ‘clásico’.

Empezaré a desenredar la abultada madeja empeñándome en dar con una acepción del término ‘clasicismo’ que, sin violentar los usos comunes, muestre ser operativa para salir triunfante en el rudo negocio al que las adversas circunstancias me constriñen…

Suelen llamarse clásicas las creaciones culturales del mundo greco latino alumbradas en el lapso de unas ocho o diez centurias. Así, stricto sensu, se reduce el clasicismo a un fenómeno artístico particular e irrepetible que desapareció en el siglo II o III de nuestra era, y que tuvo como protagonistas decisivos a dos pueblos de Europa: Grecia y Roma… Salta a la vista que este concepto de lo clásico, si bien satisface el ánimo afecto a escrúpulos taxonómicos, conspira contra el objeto mismo de nuestra indagación al postular a manera de axioma que la realidad a la que convenimos en aludir con la voz ‘clasicismo’ atañe exclusivamente al Occidente, con lo que, de una vez por todas, queda zanjada con un rotundo ‘¡ni lo intentes!’ la cuestión que nos compete discutir, a saber, desvelar presumidos valores clásicos en determinadas expresiones literarias que tuvieron por cuna los territorios del Asia inmensa y enigmática.

Por fortuna, en nuestro socorro acuden otros significados de los que el término ´clásico’, como sedienta esponja, ha ido saturándose con el correr incesante de los años. Es el caso, pues, que también se denomina clásica a toda obra que con feliz resultado toma por modelo los textos venerables de griegos y latinos a que nos acabamos de referir. De modo que los autores que de manera consciente, (quien por afinidad espiritual, quien por acatar la poética o los principios retóricos antiguos, quien porque admira los supremos logros del pasado o por cualesquiera otras razones) imitan los estilos de los dos pueblos mediterráneos mencionados persiguiendo objetivos estéticos similares, por más que escriban en la época contemporánea, reúnen las credenciales que les permiten optar –gloria de todo trasnochado anacronismo mimético a los ambicionados beneficios de lo clásico.

Lamentablemente, aun cuando por el Oriente cercano no dejó la civilización greco romana de influir en numerosos aspectos de la vida, sin excluir la esfera de las refinadas expresiones culturales, hasta donde he podido percatarme, la emulación de las conquistas literarias clásicas del Occidente no fue tarea que se impusiera la inmensa mayoría de los escritores oriundos del lado donde nace el sol. La tradición literaria a la que estos últimos responden, tanto como el genio de la raza, los peculiares accidentes históricos y las condiciones ambientales en las que su talento se incubara, orientan su producción –de ello estamos convencidos hacia latitudes espirituales que nada tienen que ver con el desiderátum sobre el que arraigó el credo artístico greco romano. Por ende, si los orientales no se preocuparon de arbolar el paradigma expresivo al que apunta nuestra noción occidental de clasicismo, descabellado me luce pretender atisbar rasgos clásicos en la copiosa y polifacética creación textual que, con el favor del oleaje de tres o más milenios, nos legara su numen inspirado…

Y ahora ¿qué?… ¿Existe sí o no un clasicismo del Oriente? A duras penas nos saca del atolladero una tercera acepción de la palabra ‘clásico’; la que propone que las cualidades que definen en el plano de la forma parejo fenómeno estético derivan de una actitud psicológica, de un talante temperamental, de una postura anímica profunda que, en contraposición a la impulsividad desenfrenada del alma apodada romántica, se complacería en la serenidad, la proporción, la racionalidad, la pasión que el intelecto embrida y la belleza que es fruto del perfecto acoplamiento del contenido emocional con los recursos lingüísticos utilizados.

Lo clásico, en esta tercera concepción, destaca, entonces, como constante del espíritu humano, como tendencia apolínea que sacrifica el colorido a la claridad, lo peculiar a lo típico, lo inquietante y vago a la nitidez del gesto y la gracia del equilibrio; tendencia que entorpecida por el afán de novedad o estimulada por el hábito, la hallaremos siempre enfrentada, no importa el lugar o la época, a la opuesta disposición romántica que privilegia el desbordamiento de la fantasía y los libérrimos caprichos de la afectividad. En tales términos, siempre y cuando no resulten desatinadas mis sospechas, se planteaba la cuestión el metafísico poeta Antonio Machado –vate genial si los ha habido cuando en su conocido auto retrato lírico asienta: “Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno”…

Sin embargo, contraer la noción de literatura universal a ese único antagonismo, a ese pendular vaivén entre dos polos del humano sentir, me luce peligrosa simplificación, al extremo de que aun cuando admitamos que efectivamente dicha tensión existe, con ello, en lugar de derramar luz sobre el panorama general de las letras, podríamos muy bien contribuir a confundir las cosas más de lo que están. Porque examinada con esa lente, es posible que nos veamos compelidos a reclasificar a buen número de autores notables que, tenidos como clásicos hasta ahora por más de un motivo, sorpresivamente habrán de buscar alojamiento en altares donde jamás hubiéramos esperado rendirles culto.

Sea lo que fuere, por más de que no juzgue irrealizable labor llevar a cabo un deslinde en la literatura del Oriente entre los escritores imaginativos y lujuriosos y los sobrios y concentrados, en tremendo breñal me internaría, amén de cometer injustificable arbitrariedad, si diese en la ocurrencia de emparentar a los mesurados con los clásicos occidentales privando a los exuberantes de tan problemática cuanto apetecida dignidad. A estas alturas de mi cavilación, acaso el lector no repute quehacer ocioso discutir un último significado del vocablo ‘clasicismo’: el que incluye a las obras y autores cuya excelencia ha resistido los embates corrosivos del tiempo conquistando el favor de las elites más lúcidas de las sucesivas generaciones y períodos históricos. Así, ganarían el galardón de clásicos aquellos escritos que, cualquiera que sea su estilo, género y temática, logran concitar la admirativa atención de la posteridad… En este particular sentido sí me siento autorizado a certificar la existencia de un clasicismo oriental. Sólo que lo clásico, eludiendo toda pretensión –por demás legítima de constituir una estética propia, designará ahora lo que en materia literaria tenemos sobradas razones para considerar notable, importante o meritorio. Y, por descontado, encarar el tópico del clasicismo oriental desde semejante perspectiva no puede menos que conducir a examinar de arriba abajo la historia de la literatura de todos los pueblos del continente asiático con el fin de establecer cuáles han sido, en punto a originalidad, perfección formal y hondura de pensamiento, sus más egregios representantes… Para faena tan fragosa no está mi ánimo preparado lo confieso; además, debo adelantar –a ello me conmina elemental cautela que eso de proceder a un estudio en bloque de la literatura del Oriente como si se tratara de fenómeno homogéneo y unitario es cuando menos riesgoso y puede cohonestar prejuiciosas conclusiones. Me asalta la idea de que nunca ha existido una literatura oriental que se presente en tanto que manifestación de una única idiosincrasia a la que responderían los millones y millones de personas que viven o han vivido en el más extenso continente del planeta.

Sirva de ejemplo el siguiente botón: en un solo país… digamos China, fácilmente advertimos acentos muy diversos entre los autores dependiendo de la fecha del texto, del género literario y de la personalidad del escritor. Una cosa es la fresca canción de amor donde el alma popular, rústica y directa, se explaya en copla anónima que el ‘Libro de las odas’ recoge atestiguando un ímpetu tan ardoroso como poco sentimental: “Si tú, mi señor, me quieres me recogeré las faldas y atravesaré el vado, mas si de tu corazón me desecharas… no eres el único hombre en el mundo, estúpido, estupidísimo, patán”… Y otra cosa, harto diferente, es la solemne elegancia y despojada sobriedad que sirviéndose de acertadas antítesis e imágenes evocadoras, nos seducen en la frase obesa de concepto de Confucio: “El noble es comprensivo y no parcial; el hombre común es parcial y no comprensivo… el noble se parece en su esencia al viento, el hombre común a la hierba: cuando el viento pasa sobre la hierba, ésta debe inclinarse… el noble tiene en sí mismo lo que busca; el hombre común lo busca en los demás.”

Ya metidos, para nuestra desazón, en los tupidos matorrales de la filosofía y la moral, reconozcamos que en nada se parece tampoco el laconismo didáctico de la cláusula confuciana al hermético lenguaje místico, plagado de nebulosas ambigüedades, de Lao Tze: “ El Tao que puede ser expresado no es el Tao absoluto. Los nombres que pueden dársele no son los nombres absolutos. Innominado es el origen del Cielo y de la Tierra; nominado es la madre de todas las cosas. Así: Muchas veces nos desligamos de la pasión para contemplar el Secreto de la Vida; a menudo consideramos la vida con la pasión para poder ver sus resultados manifiestos. Estos dos (el Secreto y sus manifestaciones), son (en su naturaleza) lo mismo; se les ha dado nombres diferentes cuando se hacen manifiestos. Ambos pueden ser llamados el Misterio Cósmico Saliendo de un Misterio para entrar en un Misterio más profundo. Es la puerta que se abre al Secreto de Toda la Vida.”

Por lo demás, muy poco tienen que ver estilísticamente hablando, las cosmogónicas oscuridades asaeteadas de luminosas intuiciones propias del Tao Te Ching con la acuidad dialéctica y prestancia controversial de ese buido pensador y genuino literato que respondió al nombre de Mencio: “Los sistemas de Iang Chu y Moh Ti llenan todo el imperio: quien no sigue al primero, sigue al segundo. Mas el egoísmo de Iang Chu excluye el derecho del soberano, el amor universal de Moh Ti olvida el derecho del padre. Quien no reconoce ni uno ni otro de estos derechos es un irracional.”

Propongo que ahora demos un salto enorme. ¿Qué distancia no media entre los prosistas sesudos que he traído a colación y ese bon vivant que fue el poeta Li T’ai poh, cuyas canciones báquicas, que nada tienen que envidiar a Omar keyyam y sus cuartetos de contagioso y transparente lirismo, a pesar de la traducción siempre ofensiva, cuando no nos hechizan nos conmueven?: “Entre estas flores hay un cántaro de vino del que yo bebo, solo, no hallando compañeros. A la luna esplendente invito con un brindis, luego, vuelto a mi sombra, digo, ya somos tres.”

¿A qué proseguir? Si estos breves ejemplos confirman la variedad de la literatura escrita en una sola de las grandes naciones del Oriente, ahórreme el lector la impertinencia de disertar sobre las creaciones originalísimas del Japón o de la India… Ignoro si desde el belvedere del occidente contemporáneo existe algo a lo que podamos calificar de clasicismo oriental. Pero de lo que no albergo dudas es que en los países del oriente la humanidad gestó un abrumador conjunto de obras literarias y artísticas que, habida cuenta de lo mucho que amplía los horizontes de la sensibilidad y extiende la frontera del espíritu, no puede sino contribuir a fortalecer en quien a ellas se aproxima la confianza en la fraternidad espiritual, la curiosidad inagotable y las aspiraciones comunes del orgulloso linaje de los hombres.

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