Existencialismo radical en narrativa

Existencialismo radical en narrativa

Borges dijo en algún pasaje de su vasta obra que las teorías no importaban mucho, sino lo que se hacía con ellas. Esto vale para quienes escribimos ficción. Casi todas las obras teóricas, al ser ideología-información de una época, perecen. Las obras de valor literario, jamás envejecen.

Estoy seguro que de las grandes discusiones en las tertulias de los cafés, bares y restaurantes de la calle El Conde en el período de 1941-1960 se trabaron posiciones encontradas acerca del existencialismo filosófico o literario de Jean-Paul Sartre, Kafka, Camus, Cocteau, Heidegger y el eje Kierkergaard-Nietzsche entre contertulios como Juan Francisco Sánchez, Franklin Mieses Burgos, el pintor Gilberto Hernández Ortega, Antonio Fernández Spencer y otros escritores de fuste, tal como lo evoca el personaje de Verna en la novela “En su niebla” (1950, p. 35, ed. De los Bibliófilos), de Ramón Lacay Polanco.

Los discursos de  aquellos intelectuales se los llevó el viento. Quedó la viñeta de la palabra escrita que captó, en verbo e imagen, la descripción fotográfica de aquellos encuentros que tanto amaban los poetas, escritores y pintores de la época. Lacay Polanco describió y analizó el alma de los personajes literarios de aquellos días en una obra existencialista sin solución para el caso de Ernesto Lasalle de “En su niebla”  y de Eduardo Coll en “El extraño caso de Camelia Torres” (1978), ya que ambos, al final de cada obra, se quedan buscando la paz y no la encuentran.

Y con solución para Rolando el pintor en “No todo está perdido” (1966), quien encuentra la fe y se regenera, al decir de Giovanni di Pietro; pero a lo insoluble de “La mujer de agua” (1949), la desaparición de Mabel se opone al suicidio de Camelia Torres, quien no pudo ser salvada por el personaje masculino del escritor Eduardo Coll, contrario a lo que ocurrió con Sonia, personaje femenino que salva, mediante el sacrificio del amor y la fe, a Rolando.

Los textos filosóficos de Juan Francisco Sánchez que describían, comentaban y analizaban los pros y los contras del existencialismo debieron tener un alcance y una influencia muy grande en aquellas tertulias, pues según él las obras originales de Sartre no habían sido traducidas cuando él publica su artículo en los “Cuadernos Dominicanos de Cultura” n.º 48 (1947) titulado “A propósito del existencialismo” o cuando por fin apareció su conferencia de 1948 titulada “Un sí y un no a Sartre” en La “Revista Dominicana de Filosofía” de la Universidad de Santo Domingo en 1959. Dos textos capitales para entender el contexto de las discusiones filosóficas y literarias de aquellos días, como son las novelas existencialistas cristianas de Lacay Polanco.

En el artículo anterior, aporté dos ejemplos de existencialismo cristiano con la novela “No todo está perdido”, de Lacay, y con el cuento “Consígueme ‘La náusea’, Matilde, de Efraím Castillo, la primera son solución y el segundo con una crítica al existencialismo sartriano y por socialismo internacionalista.

Ahora, aunque tenga que citarme, pues no encuentro otro ejemplo de existencialismo radical en la literatura dominicana, aporto un ejemplo de un cuento que sin caer en el nacionalismo literario, ni en el marxismo ni en el existencialismo cristiano, plantea una perspectiva diferente del sujeto con respecto a la vida y la muerte, radicalmente arbitraria la primera, y sin angustia paralizante la segunda, ya que el personaje no espera nada de la primera ni de la segunda, y ha superado el autoengaño y la desdicha, a lo Camus. El cuento se titula “La muerte del Señor Quesel”, de 1968, y publicado en el libro “Ejercicios  II (Taller, 1983). Copio solamente dos párrafos (p. 89):

“He meditado mucho el suicidio a través de la historia. Ninguno me ha conmovido tanto como el que he planeado para darme muerte a mí mismo. Todos han tenido un motivo para suicidarse, sin embargo, la singularidad de mi suicidio consiste en que no tengo ninguno para hacerlo. He decidido quitarme la vida porque sí. Que la necesite o no para mí no cuenta. Me produce una tranquilidad majestuosa vivir o no vivir. Estoy creando una muerte consciente, la más consciente que se haya registrado en los anales del suicidio: Matarse por nada.” Y en el mismo párrafo: “Con la muerte todo concluye para lo que se llama hombre. No se puede hablar con los gusanos. El temor a lo desconocido ha sido el disparate lógico que ha prevalecido hasta ahora desde que los desconsiderados zánganos se inventaron la idea de que un mortal podía llegar más allá de los siete pies de la fosa.” (pp. 89-90)

El suicida, contrariamente a Camelia Torres, no se mata por la angustia existencial o por el odio que los traumas paternos le causaron en la infancia. El suicida Quesel (juego de palabra con el personaje K de Kafka o con el escritor Joseph Kessel) no busca la fe, ni la seguridad a través del amor a una mujer o a la humanidad. No siente odio ni pasión, al ser personaje de tinta y papel. Los sentimientos no existen en él, pues eso sería producir una imitación de la vida y crear un plan ilusionista de la literatura como reflejo de la realidad, absurda por lo demás a causa de los cinco fracasos que muestra Sartre cuando el sujeto intenta  de ser en sí, para sí y para el otro.

Es, sobre todo, Quesel, un personaje donde confluye el primado de que “el ser precede a la esencia”, inadmisible para la teopolítica del signo, debido a la irreductible libertad  y  auto creación del sujeto. Aunque Heidegger diga que incluso invertida, esa frase sartriana sigue siendo metafísica. De acuerdo, pero es un primer paso hacia esta otra, de mi cosecha: “Al sujeto no le antecede ninguna esencia”. Todavía más: un final con solución, con un personaje que celebrara la vida, pero que hubiera suprimido el autoengaño, la desdicha, el egoísmo y el afán de inmortalidad era en aquel 1968 una posibilidad, aunque cultural e históricamente irreal en el contexto dominicano de la época.

Esto fue lo que intenté hacer con las teorías de Camus en 1968, como sugiere Borges. Fueron el resultado de la lectura de “El hombre rebelde”, “El mito de Sísifo”, “Calígula”, “La peste”, “El extranjero”, “La caída” y “El malentendido”. Y de “El muro”, de Sartre, por supuesto.

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