Fábula en prosa a tu oído izquierdo

Fábula en prosa a tu oído izquierdo

POR MARIVELL CONTRERAS
Esa mañana de agosto el hombre se levantó más temprano que nunca y mira que nunca ha pasado de las 5 de la mañana sin poner los pies en la tierra. Pero ese lunes tenía una razón muy especial, iba a cumplir su sueño principal, construirse una casa nueva. El hombre no quería mudarse de lugar. Iba a quedarse en el mismo punto del mundo donde nació, creció y se hizo joven y hombre responsable.

Había ido acumulando durante muchos años pequeñas y constantes sumas de dinero de sus jornales como campesino y de las ventas que hacía de sus cosechas.

Preciosa madera procedente de árboles que había talado ó conseguido en permuta, cortado y pulido era el material que habría de utilizar.

Como complementos básicos para el trabajo que tenía  por delante, una funda de papel de estraza llena de largos clavos con cabezas relucientes y su martillo.

El hombre no quería hacer una mansión, sino una casa sencilla de madera nueva con la cual sustituiría la casita vieja y humilde que había heredado de sus padres y donde aún vivía.

Apenas había salido el sol ya había levantado la casita que anhelaba, la madera de color natural adornada con las cabezas brillantes de los clavos que la sostenían la convirtieron en una acontecimiento a sus ojos  y a los de los curiosos que pasaban solo para  ver la novedad.

Orgulloso y temeroso. O mejor digamos, consciente del privilegio que Dios le había permitido y sintiéndose un poco culpable por haber concebido y conseguido cumplir  su deseo sin ayuda de nadie, el hombre cayó en la tentación de darle participación a los demás.

¿Qué le parece mi nueva casa?, preguntaba una y otra vez.

“Está bonita, pero si fuera más alta”, le respondió un obrero y continúo su camino.

“Yo la veo bien, pero si fuera el techo de dos aguas”, le dijo el albañil de la aldea.

“Si está bien, pero si fuera más bajita…”, comentó distraído un enano que pasaba.

Y, así sucedió que uno y una tras otro y otra le fueron objetando para que la pusiera más para la derecha, más a la izquierda, con una sola ventana, con dos puertas, más para adelante y más para atrás…

Hasta que al final  de la tarde un montón de madera cansada y mil veces traspasada se alzaba a un lado de los palos heridos una y otra vez con los clavos que tantas veces entraron y salieron en su cuerpo hasta dejarlos desnudos y desolados, sin razón para estar así   levantados.

En una piedra casi frontal al triste espectáculo estaba el hombre desconcertado y frustrado. Había logrado lo que se había propuesto y lo había destruido para complacer el parecer de los demás.

Esta historia me la contó una y otra vez durante toda mi vida, mi madre.  Repitiéndonos con su sabiduría campesina una moraleja que asumimos desde siempre como una verdad absoluta: “La casa del pueblo nunca se termina”.

(Para él… él sabe)

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