POR EDGAR REYES TEJEDA
Erase un árbol florido
que en su bosque intelectual,
por su lenguaje floral
elegante y bien pulido,
era amado y aplaudido
por la fauna y por la flora,
que hallaban encantadoras
su cadencia y armonía,
y la vegetal poesía
que por sus hojas aflora.

Se arroban con su lenguaje
las javillas y los jobos,
los cajuiles y algarrobos;
y le rinden homenajes
árboles de gran follaje
como el almendro y la gina,
las legendarias encinas,
los caobos centenarios
y arbustos de aspectos varios
de aquel boscoso paisaje.

Admiraban al florido
multitudes de avecillas,
que por oír sus letrillas
y sus versos bien medidos
pusieron allí sus nidos,
y tan pronto el día asomaba
un concierto se iniciaba
de botánico lirismo
y de zoológico ritmo,
que al bosque maravillaba.

Su liderazgo era tal
entre animales y plantas
 y su fama ya era tanta,
que fue el gurú principal
en la vida cultural
de fauna y vegetación;
y en la natural región
donde sucedió esta historia,
todos reconocen gloria
a este árbol de excepción.

Tanto se glorificó
al árbol  y a su talento,
que pronto su entendimiento
de soberbia se llenó;
el orgullo carcomió
su tronco y también sus ramas
y se le subió la fama
hasta el mismo “cojoyito”
y se creyó el favorito
del numen que al verbo inflama.

Este delirante orgullo
de nuestro arbóreo poeta
decepcionó a la floresta;
la fauna puso lo suyo
y provocó tal barullo
contra el poeta inmortal,
que el gran bosque en general
se mostró muy ofendido,
y tumbó al árbol florido
del lírico pedestal.

Los críticos y entendidos
siguieron durante días
denostando la poesía
y la obra del florido;
quien reflexionó dolído
que las melifluas alturas
marean a las criaturas,
y que cuando han descendido
a los árboles caídos
le esperan hachas muy duras.

Queda bien establecido
como asunto amargo y cruel,
que las mieles del poder
emborrachan los sentidos;
y como el árbol florido,
artistas e intelectuales
con prendas espirituales,
inspiración y talento,
traicionan su pensamiento
por puestos ministeriales.