Factorías de criminales

Factorías de criminales

PEDRO GIL ITURBIDES
La muerte de casi ciento cincuenta presos en la cárcel de Salvaleón de Higüey rebosa la copa. Tenemos que comenzar a preguntarnos para qué sirve encerrar al que violenta la ley. El objetivo de la condena y el encarcelamiento es la rehabilitación del transgresor. El incendio ocurrido en una celda repleta de condenados, en donde el hacinamiento propició la fatal ocurrencia, es una condena moral a la autoridad negligente e imprevisora.

Una sociedad abandonada al azar carece de los aprestos indispensables para que esa condena moral adquiera ribetes políticos. Pero el recuerdo de este suceso debe obligar al cambio. Porque conviene que se advierta que la cárcel dominicana no es lugar propicio a la reeducación de conducta de quienes transgreden la ley. En su lugar, es centro para la degeneración del ser humano.

En la noche en que se transmitían las informaciones televisadas de la tragedia, dormía a la más pequeña de mis hijos. Al leer nombres y edades de los sobrevivientes, observó que entre los mismos figuraba un joven de 18 años. «Ese será un ladrón, papá», me dijo. Le corregí para señalar que posiblemente estaba condenado por robo. Pero María Rosa insistió: «No, papá, ahora es que será un ladrón».

Les confieso que tan breve diálogo modificó el texto de este trabajo. Me inclinaba a continuar con el tema de la producción, las exportaciones y las zonas francas. Pero la firmeza con que una niña de nueve años insistía en el futuro de un joven condenado que le dobla la edad, me obligó a la reflexión. El aglomeramiento que se produce en celdas relativamente pequeñas es determinante en la deformación de estos presos. Sin duda que aquél joven fue condenado, más que a la prisión, a volverse un ratero de por vida.

En igual situación, miles de otros convictos escuchan el fallo en el tribunal, ajenos a la deformación de conciencia que se avecina. En ese encierro infernal los espera un preboste con diversas aberraciones, gracias a las que sobrevive y alcanza el lugar que obtiene. De la relación que guarde el reo frente al preboste y sus protectores, derivarán protección o castigos, permisos o privaciones, facilidades o persecuciones.

Y por supuesto, se manejará dinero. Gracias a este expeditivo lenguaje inventado por los fenicios, en el encierro de la celda «Vietnam» de la cárcel higueyana pudieron escucharse disparos entre los presos, producirse heridas a cuchilladas entre los mismos y surgir el afán piromaniaco de un asesino. El cuadro, contemplado con lejanía física y emocional, describe muy superficialmente el dolor y la pena de los familiares que contemplaron los cadáveres quemados de sus parientes.

Esa lejanía física o emocional, empero, no nos libera de la necesidad de pedir la transformación de las cárceles dominicanas. Ellas deben convertirse en centros en donde aquellos que delinquen encuentren motivaciones para modificar su comportamiento. No pueden seguir siendo estos aborrecibles lugares en donde la depravación humana halla el lugar adecuado para reproducirse. No debemos mantener nuestras penitenciarías como escuelas de degeneración conductual, en donde se fabrican criminales en vez de rescatar a éstos hacia una vida de decencia, y elevada y civilizada interrelación social.

La autoridad, cuya negligencia e imprevisión se volvieron notorias con este horrendo incendio, debe impulsar la metamorfosis de la cárcel dominicana.

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